› Por Rodrigo Fresán
desde Barcelona y Madrid
UNO De un lugar misterioso –donde comulgan con bizarra gracia el Festival de San Remo, la Twiligth Zone de Rod Serling y una Encyclopaedia Britannica hojeada con compulsiva manía referencial– surge desde hace más de cuatro décadas la música tan inconfundible como imposible de definir de Franco Battiato, lo más cercano a Dylan o a Los Beatles que ha sabido dar el Imperio Romano.
Escribí esta última oración hace unas semanas, cuando una revista musical de por aquí –la nunca del todo bien ponderada Rockdelux– me envió a cubrir el recital del gran siciliano bizarro en L’Auditori y yo, tan contento, fui allá pensando en que si bien es cierto que hay amores que matan también es verdad que hay trabajos que te reviven.
DOS Franco Battiato venía a presentar su flamante Il Vuoto, disco que por entonces no estaba a la venta pero que ya tengo y que no deja de sonar en las tripas de mi Mac mientras tecleo todo esto. Y pocas veces un disco titulado El vacío sonó más lleno y es, seguro, el mejor del artista en muchos pero muchos años. Y allí fui yo hasta L’Auditori, sabiendo que me esperaba una experiencia única. La experiencia que sólo había experimentado antes, hace ya unos años, en otro concierto de Franco Battiato, donde nunca se sabe qué te espera ni nada es lo que parece y todos –el público más mestizo y generacional que nunca he visto– terminan bailando como los más cuerdos enloquecidos. Y esta vez, la cosa fue más rara que nunca: el inmenso cantautor (seis kilos y medio al nacer) salió, alto y sonriente. Con ese look entre filósofo italiano y hermano mayor de Barton Fink, cantó solo frente a un piano para, enseguida, invitar a una banda inmensa compuesta mayormente por muchachos adolescentes y cuatro perturbadoras lolitas góticas que lo acompañarían con guitarras eléctricas y voces operísticas. La noche fue una de las cosas más fascinantes que jamás he experimentado, el esquema fue inequívocamente battiatesco –una primera parte críptica y para connoiseurs, una segunda parte sembrada de todos sus grandes y giratorios éxitos para vernos danzar en busca de un centro de gravedad permanente– y, casi en el centro, una canción nueva, una de las canciones de Il Vuoto, que me conmovió entonces y que no puedo dejar de escuchar desde que conseguí el disco.
TRES En Il Vuoto, Franco Battiato vuelve a denunciar las disonancias de la sociedad moderna, predica los placeres de atardeceres de primavera del pasado y –entre un extremo y otro, en su centro– ofrece una explicación posible y el consuelo en fuga en una canción de esas que no cuesta calificar de perfectas. La canción de Il Vuoto que no puedo dejar de oír se llama “Niente è come sembra”. Battiato la presentó como, también, parte del soundtrack de su próxima película, que lleva el mismo título. Y allí, con esa voz entre dulce y poderosa, Battiato canta: “Nada es lo que parece / Nada es lo que aparenta / Porque nada es real”.
Semejantes versos –recostados primero sobre un piano solo y enseguida sobre un lecho de cuerdas y sintetizadores– me hicieron pensar, una vez más, en el extraño poder de las canciones. Y, sin poder sacármela de la cabeza, felizmente imposibilitado de olvidarla, fui un par de semanas más tarde a Madrid a participar de una mesa redonda sobre el poder inmemorial de las canciones.
CUATRO Y para entonces yo sólo recordaba el estribillo de la canción y lo repetía una y otra vez por los aeropuertos a ambos extremos del puente aéreo y, en mi bolsillo, llevaba fotocopiado un artículo del escritor norteamericano E. L. Doctorow titulado “Los standards”. Y está claro que Doctorow nunca escuchó a Battiato porque en una parte afirma: “Que yo sepa no existe ninguna canción científica. Ninguna canción nos dice que la fuerza de gravedad es el producto de las masas de dos objetos dividido por la razón inversa de la distancia entre ambos”; pero también está claro que Doctorow y Battiato podrían ser grandes amigos porque, enseguida, el primero agrega: “Utilizamos los standards en la intimidad de nuestras mentes como significantes de nuestros actos y relaciones. Pueden constituir un medio económico de autoconocimiento terapéutico... Cuando la gente dice ‘nuestra canción’, quiere decir que ambos existen juntos compartiendo una especie de verdad generacional. Se han encontrado para labrarse un destino común. La canción designa a esa gente, la rescata del accidente de la existencia ahistórica. La sitúa en el tiempo cultural”.
Todo esto para decir que “Niente è come sembra”, aunque la hubiera escuchado apenas una vez era ya, para mí, un standard. Mi standard.
CINCO Y la mesa redonda madrileña tuvo lugar en el contexto de un formidable festival interdisciplinario con el nombre de Vivamérica. Y en ella conocí y me cayó muy pero muy bien Manuel Moretti –cantante y compositor de Estelares, banda argentina que no conocía– quien me cayó todavía mejor cuando lo escuché junto a los suyos esa misma noche en un pequeño e inmenso y estelar concierto en los sótanos de Casa de América. Y en algún momento su apellido me recordó a aquel otro Moretti, al director de cine italiano. Y a cómo, en una escena de una de sus películas, frente a una cámara de televisión, imposibilitado de encontrar las palabras justas para decir lo que siente, de pronto y sin aviso, el personaje que hace Moretti como única forma posible de expresar todo lo que siente, rompe a cantar ese otro emocionante standard de Franco Battiato que es “E ti vengo acercare”. Ese donde Battiato define al amor y a la necesidad de estar con alguien como el más privado e íntimo “Questo sentimento popolare”.
Y de algo así había hablado yo a la hora de pensar en las canciones. Me había referido también a mi obsesión por “A Day in the Life” y a mi maravillada comprensión ante el hecho de que HAL 9000, la sensible computadora de 2001: Odisea del Espacio se entregue a la muerte de la amnesia, desactivada por un robótico astronauta. Pero lo que más me interesaba era imaginar que el próximo gran salto evolutivo del ser humano no pasaría por huesos cambiantes o desarrollos mentales sino por la capacidad de vivir cantando todo el tiempo. Como en ciertas películas. Así, la obligación de cantar –el tener que preocuparnos por afinación y rimas– nos obligarían y nos darían tiempo para pensar mucho mejor lo que vamos a decir antes de decirlo. Y, de algún modo, todos seríamos, nuestros propios standards.
La pregunta no es por qué cantamos.
La pregunta es por qué no cantamos.
SEIS A la mañana siguiente, de paso por la FNAC, descubrí que Il Vuoto ya estaba a la venta y lo llevé hasta los lectores de códigos de barras y me puse los auriculares y busqué y encontré el track 4 y, por fin, volví a oír “Niente è come sembra”. Y ahí estaba. Y, de acuerdo, nada es lo que parece, pero esa canción era tal cual la recordaba. Y lo único que yo deseo ahora, oyéndola, es que esta canción, cuando yo ya no esté, cuando todo sea lo que parece, se acuerde un poco de mí. Y me siga oyendo oírla.
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