CONTRATAPA › HISTORIAS CON GALOCHAS
› Por Juan Sasturain
Es sabido que los galochas, ese pueblo escurridizo que supo hacer liviano pie en las fuentes del Orinoco, cultivaron desde tiempos inmemoriales, junto con la mandioca y el clásico maíz, otras dos cosas mucho más raras de encontrar en América (y en el mundo en general, sin ir más lejos): la soberanía de la voluntad mayoritaria y el respeto por la opinión de las minorías.
Así, en pos del equilibrio entre lo individual y lo colectivo tantas veces buscado por otras sociedades más o menos evolucionadas que la suya, los imaginativos galochas intentaron y practicaron distintas formas de una democracia que ni siquiera sabía su nombre. Y –más allá de logros parciales– no les funcionó. Tras muchos ensayos, descubrieron, solitos como estaban, lo obvio: el problema era el poder. Pero no quién lo tenía o cómo se conseguía o a quién se le entregaba, sino el poder mismo como verbo y como sustantivo: como acción y como estado o atributo.
Al respecto, en un erudito folleto titulado “Tampoco, el renegado, o la voluntad de no poder”, el profesor Augusto Mercapide, única autoridad reconocible y reconocida en todo lo que tiene que ver con el destino y los avatares de este pueblo singular, sostiene que los galochas, gente exagerada, llevaron más lejos que nadie en teoría y práctica la idea de cómo neutralizar los abusos del poder en cualquiera de sus formas. Y empezaron –paradójicamente– abusando ellos mismos del idioma, tensándolo hasta la minucia diferencial más sutil.
Así, toda esa bolsa de gatos semántica que en castellano se esconde tras un único rótulo –la palabra, verbo y nombre, “poder”– y que en inglés se disemina en la dupla de auxiliares modales “can” y “may” y en el sustantivo “power”, recibía un tratamiento mucho más prolijo y exhaustivo entre los habitantes de las volubles fuentes del Orinoco. Así, en la lengua galocha –lamentablemente perdida– se supone que había más de veinte palabras distintas para referirse a los quasi infinitos matices del hecho de poder. Porque una cosa era poder a secas; otra, poder y querer, otra poder y no querer, otra poder poco y sufrir por eso, otra poder pero reservarse, etcétera. Los galochas, filosóficamente, podían lo que hacían, como cualquiera; y hacían lo que podían, como todos. Y así les iba.
Hasta que –según cuenta el profesor Mercapide en su opúsculo– irrumpió para iluminarlos y dar un giro absoluto a estas líneas de pensamiento el irreductible Tampoco, conocido desde niño como “el renegado”. Este galocha singular adquirió ese apodo que sería definitivo cuando sus padres descubrieron que el precocísimo pequeño se salteaba la habitual “etapa del no” –típica de los primeros gestos de afirmación individual del niño– para pasar rápidamente a un nivel superador: la primera vez que (se) negó no dijo “no” sino “tampoco”, con lo que estableció una especie de segundo grado de negación que presuponía –hacia atrás y hacia adelante– la imposibilidad de afirmación alguna: negaba lo puntual y lo substituto o adyacente por venir... Claro que esta doble negación (negar dos veces, negar el no) significaba una afirmación radical que pronto se manifestó, en Tampoco, como voluntad positiva y solidaria.
Con la madurez, Tampoco pudo llegar a formular y poner en práctica su teoría de la “voluntad de no poder” con la que dio un giro copernicano al “problema” tal como se lo planteaban la incipiente filosofía y la inexperiente ciencia política entre los galochas. Definido el poder como espacio no deseable, por ser motivo de corrupción y desasosiego, el acceso a su ejercicio –en lugar de premio– se convirtió en castigo.
No fue necesario entonces esperar que el poder ocasional corrompiera o confundiera a los buenos sino que los mayoritariamente saludables galochas “castigaron” en elecciones libres, limpias y transparentes, a los enfermos de soberbia con diferentes espacios, lugares y momentos de poder: como si fuera una vacuna, a los ansiosos de poder se los convertía en poderosos. Concebido como lugar de servicio a la comunidad, el poder pasó a ser la cárcel de los antisociales obligados a ejercerlo, que de gobernar y no de otra cosa se trataba. Es decir: no podían no poder.
Claro que, como no podía ser de otra manera, el sistema de Tampoco, tampoco funcionó. Pero al menos estaba previsto.
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