Mié 28.08.2002

CONTRATAPA

Roban pero no hacen

› Por Sandra Russo

Si se pudiera jugar al sapo tratando de embocar la moneda dentro de la boca de Adolfo Rodríguez Saá, los jugadores tendrían altas posibilidades de embocarla. La sonrisa es enorme. Con esa sonrisa innegablemente seductora el hombre va remontando lo que parecía irremontable, y las encuestas reportan día a día lo bien que aceita su estrategia electoral, juntando a Aldo Rico con Hugo Moyano, coqueteando con Raúl Castells, recolectando bichos y mariposas dentro de una misma canasta. La suya.
Allá lejos, en enero, con los treinta muertos de diciembre todavía frescos en la memoria y el rugir cacerolero envalentonando a decenas de miles de personas, el escozor popular no toleró el nombre de Carlos Grosso como flamante funcionario de Rodríguez Saá: fue el propio Grosso el que se prendió fuego con su soberbia, al afirmar que el nuevo presidente había privilegiado “su inteligencia por sobre su prontuario”. Quizá hayan sido los treinta muertos frescos, quizá haya sido un ataque general de sentido común ante la exposición de esa locura asesina del Estado, pero en enero no estábamos para escuchar hablar de prontuarios. Exigíamos limpieza.
Aquel remoto país que era este mismo país en enero pareció demostrar, con la piel colectiva erizada ante la designación de un funcionario de pasado altamente viscoso, que el estallido de diciembre había sido el resultado de varios hartazgos juntos. La frutilla del postre probablemente haya sido el corralito, pero la airada reacción popular ante la designación de Grosso también indicó que había un reclamo ético bien claro, bien preciso, bien audible. Aquel ataque de sentido común pareció desenmascarar una falacia que sería bueno recordar ahora, porque la gente se agota, se confunde, se desespera y olvida. La falacia es aquélla según la cual es posible confiar en los que “roban pero hacen”. En los que tienen “prontuario” pero también tienen “inteligencia”. En los que no pueden explicar su patrimonio personal pero sí pueden explicar la manera de salir de este desastre. Aquella reacción popular veraniega, aquella indignación, demostró que la gente por fin había entendido que los que roban nunca hacen: apenas entretienen para que nadie se dé cuenta de que roban.
El reclamo ético, la demanda de limpieza y transparencia no sólo para exhibir el propio bolsillo sino también para pensar, actuar y comunicar pensamientos y acciones, no es, como muchos pretenden hacer ver, un purismo hinchapelotas cuyo destino es obstaculizar el camino de los que prometen nuevos milagros de los Andes. El reclamo ético es un reclamo de supervivencia.
Los argentinos tenemos un asombroso, escalofriante poder de negación. Hemos negado crímenes horrorosos. Hemos negado chanchullos evidentes. Hemos negado pactos vergonzantes. La negación le permite a todo el mundo mantener el equilibrio cuando existe una amenaza. El perro puede estar a punto de mordernos pero nos sentimos mejor si hacemos de cuenta que no lo vemos. Pero colectivamente, una vez que ya hemos sido mordidos veinte veces por los mismos perros, es necesario cruzar la calle, ponerles bozal, cambiar de camino, llamar a la perrera, hacer algo con el perro pero sobre todo hacer algo con nosotros.
Esta vez nadie podrá decir que no estaba avisado. La indignante realidad argentina ya no permite negar. Del robo, de la transa, de la rosca, de la interna, de la burda viveza criolla que a veces se confunde con “experiencia política” brotará más de lo mismo, más de esto, más mugre, más engaño. Es cierto que de esta tragedia nacional algunos son más responsables que otros, pero también es cierto que hoy cada uno debe hacerse responsable de su credulidad.

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