› Por Hugo Soriani
El Flecha Vilche se agacha a recoger una piedra que se llevará de recuerdo. Julio levanta un vidrio azul, culo de botella, que eran los que cubrían las ventanas para que el sol no pudiera colarse a una cárcel que hizo realidad la metáfora: los presos estaban sometidos a la sombra absoluta.
En Caseros la única luz salía de las esperanzas de los detenidos políticos, que aprendieron a resistir una estrategia de destrucción que, sin embargo, se llevó a dos de ellos.
Entre sus muros murieron Jorge Toledo y Eduardo Schiavone, vulnerados por el dolor, la tortura, la desolación y el ensañamiento de sus verdugos, que no fueron sólo los carceleros, sino también los médicos, sacerdotes y psiquiatras que los empujaron al suicidio combinando las más sofisticadas técnicas de aniquilamiento.
Caseros se inauguró en 1979, en abril. Hubo discurso de Alberto Rodríguez Varela, ministro de Justicia de la dictadura, fue bendecida por obispos y presentada a la sociedad como un modelo de establecimiento penal. Los diarios de la época así lo retrataron y la película que sobre la cárcel realizó Julio Raffo rescata el acto de inauguración con imágenes de archivo imperdibles.
Hasta los mismos detenidos llegaron a confundirse cuando empezaron a poblarla. Venían de otros infiernos: Sierra Chica, Rawson, Devoto, Magdalena, Coronda, y se impresionaban al entrar en Caseros y ver ascensores, mármoles y pisos de porcelanato más propios de un shopping que de una cárcel.
Luego, en los pabellones oscuros y las pequeñísimas celdas descubrían el cinismo del decorado. Olores fétidos, frío permanente, inmovilidad obligatoria, por el reducido espacio con el que contaban y por la prohibición absoluta de realizar cualquier ejercicio físico. Requisas diarias y violentas, sanciones, golpes, pésima comida. No se podía leer, tampoco hablar. Y la oscuridad absoluta. Siempre la oscuridad.
El uniforme azul, que era obligatorio llevar puesto, siempre resultaba grande o demasiado chico. La cabeza de los detenidos políticos era semanalmente rapada por peluqueros penitenciarios, tan diestros con la maquinita como otros con la picana.
En Caseros, por la falta de sol, el rostro de los presos se iba poniendo blanco, luego amarillo y por último el tono era un verdoso parecido al musgo que crecía por las paredes. Los presos que llegaban de Caseros a otras cárceles eran inconfundibles por su aspecto de cadáver y sólo el humor negro los ayudaba a soportar sus propios rostros frente al espejo.
Caseros fue el campo de concentración legal que la dictadura inauguró en un barrio, a diez minutos del centro de Buenos Aires. Por allí pasaron miles de presos políticos que describieron en detalle lo que aquí se reseña.
Sólo un puñado de ellos pudieron estar el miércoles por la mañana en el poco difundido acto con el que se concluyó su demolición. El jefe de Gobierno, Jorge Telerman, y el presidente Néstor Kirchner hablaron entre los escombros, ante la mirada conmovida de los sobrevivientes, que habían soñado un día como éste en la soledad de sus celdas.
Se terminaba de tirar abajo el edificio que se llevó muchos años de sus vidas y ellos estaban ahí con sus hijos, con sus familias, viendo cómo el Presidente hacía detonar la carga que derribaba un muro, símbolo de la demolición.
Joaquín, que tiene once años, se abraza con su papá que estuvo detenido casi diez, dos de los cuales fueron en Caseros. Paula, que tiene treinta y dos y que nació en la cárcel de Devoto, se abraza con su mamá Laura, que la vuelve a presentar, porque algunas de sus compañeras que están ahí la vieron nacer tras las rejas.
Los ex presos llevan con orgullo sus sobrenombres: El Mono, el Master, el Yoruga, Pepe, Biafra, el Ivo, Chirola, el Barba, Villa. Intercambian bromas y recuerdos, mientras repasan con exactitud el abecedario morse con el que se comunicaban en los años de plomo.
Las mujeres son más concretas: Carlota, Graciela, La Colo Dragui tratan de acercar proyectos, iniciativas, planes solidarios a las manos de Cristina Fernández, que se acerca a saludarlas.
El Flecha Vilche ya guardó en su bolsillo la piedra que se llevará de recuerdo y ahora, en una cárcel destruida y a cielo abierto, da rienda suelta a su pasión rockera y maldice no haber traído la guitarra, pero igual se anima. Caseros ya no existe, entonces Flecha canta y sus compañeros lo siguen “... y ya verás, las sombras que aquí estuvieron no estarán...”. La mañana se hace más tibia.
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