UNO “Ah... argentino. Entonces es como si fuera irlandés”, me dice el hombre mientras un viento psicótico nos golpea desde todas partes al mismo tiempo. Le respondo que no estoy tan seguro de eso y que me resulta una idea tan sospechosa como aquello de que Dios es argentino. El hombre –el chofer, un perfecto desconocido cada vez más imperfecto, porque ya es como si fuésemos amigos de toda la vida– me responde que no le importa el que Dios sea argentino porque, teniendo en cuenta cómo están las cosas, nadie querría tener a Dios de compatriota. “En cambio, no hay nada mejor para un mortal que ser o sentirse un poco irlandés: raro, insular y fácil de adaptarse a cualquier lugar”, agrega. “Entonces, de ser así, me temo que los irlandeses son todos argentinos”, le digo y me doy cuenta de que cada vez sonamos más como los personajes de una novela lúcidamente loca de Flann O’Brien. Y me digo: “Comprar esa edición tan linda que vi ayer de las novelas completas de Flann O’Brien” y así lo haré de aquí a un par de horas. Pero ahora yo y ese hombre estamos junto a la Martello Tower, frente al mar, el lugar exacto donde comienza una novela irlandesa y divina y universal titulada Ulises de James Joyce.
DOS Llegué a Dublín hace unos días para conversar en público con el gran escritor John Banville, quien acaba de publicar su segundo policial, The Silver Swann, bajo el transparente alias de Benjamin Black. Le pregunto a Banville qué se siente ser parte de la tradición literaria irlandesa. ¿Es una bendición, una condena, un privilegio, un estigma? Banville me responde empuñando una jarra de cerveza que, por su tamaño, en realidad nació con vocación de botella: “No es sencillo, pero no está mal tampoco. Uno tiene todo el tiempo la sensación de estar paseándose a la sombra de esas estatuas de la Isla de Pascua. Es decir, aquí lo hemos hecho todo. Joyce metió todo dentro y Beckett sacó todo afuera y uno trabaja en algún lugar entre ellos dos, haciendo lo que se puede. Es un tanto intimidante, pero al mismo tiempo curiosamente liberador. Sabiendo que todo ha sido formulado, uno se mueve sin que haya límites, como si flotara en el más exterior de los espacios”.
Al otro lado de la barra del pub cuelga, enmarcada, la infaltable reproducción de primera plana de diario norteamericano –22 de noviembre de 1963– donde se lee en inapelables mayúsculas: JOHN KENNEDY SHOT DEAD. Le pregunto a Banville si la mística kennedyana sigue siendo importante para los irlandeses. Me dice que ya no, que ya pasó, que los jóvenes están en otra. Esa tarde –en la misma librería donde compré el tomo de Flann O’Brien– había visto un nuevo libro sobre los Kennedy que había sido portada de Vanity Fair hace un mes o algo así. Fotos de Richard Avedon retratando la falsa felicidad matrimonial de JFK y Jackie en esa Casa Blanca que alguien tuvo la mala idea de rebautizar como Camelot; porque ya se sabe cómo terminó Camelot. Le digo a Banville que –cuando no tengo nada que leer– siempre busco algún libro sobre JFK. Ya sea un thriller conspirativo o algún exposé detallando las malas costumbres del presidente. Es una historia que nunca se agota. Y todos esos nombres ahí metidos para salirse después: Sinatra, Monroe, jefes mafiosos y cubanos locos. Yo había comprado ese ejemplar de Vanity Fair semanas atrás, en México, una tarde febril. Y por la noche –con más fiebre– me quedé temblando hasta las 3 de la mañana, Hallmark Channel, mirando una miniserie sobre las mujeres de los hermanos Kennedy. John y Bob y Ted. Mujeres sufridas si las hubo y si las hay. Una tríada de hembras encandiladas por el resplandor del ancestral sol irlandés de sus maridos. Personajes raros que parecían salidos de una novela rara escrita por algún dublinés raro.
TRES Y John Banville todavía no donó nada al pequeño y demencial Museo de Escritores Irlandeses. Pero ya le llegará la hora. Un pan de pantuflas, tal vez, le sugiero. El museo es un museo raro y humilde y, sí, irlandés. No tiene una primera edición del Ulises (pero sí exhibe, modesto, una onceava), ofrece unas nada trascendentes cartas de Bram Stoker, un busto de Oscar Wilde, fotos de Brendan Behan, una lapicera de W. B. Yeats y –en un sitial de preferencia, bajo una campana de cristal– un objeto absurdo pero al mismo tiempo coherente con la obra de su alguna vez dueño: el teléfono de Samuel Beckett en París. El cartelito informa que el botón rojo impedía que entraran llamadas desde el exterior. Ciento por ciento Beckett, quien “sacó todo afuera”.
Y fue en México que leí por primera vez el raro en todo sentido manuscrito de la novela Las primas –flamante ganadora del Premio Nueva Novela Página/12–, pero es en Dublín donde me entero, vía e-mail, de la rara en todo sentido historia de su autora, Aurora Venturini. No llegaré a decir que Aurora Venturini (mis admiradas felicitaciones desde aquí) es una escritora irlandesa, pero quién sabe. En cualquier caso, no puedo dejar de pensar en Las primas desde que lo leí y lo voté sin dudarlo. Y pasan cosas raras: en Dublín encontré el manuscrito de Las primas en el fondo de mi valija (una de esas valijas que nunca se deshacen del todo) y se lo llevé a Banville para que lo viera. Páginas escritas a máquina, correcciones manuscritas sobre manchas de liquid-paper. No he dejado de pensar en Las primas desde entonces –es como si siguiera leyéndolo o escribiéndose, no sé– y le conté la historia de la novela y la historia de la ganadora y a Banville le brillaban los ojos y nos quedamos conversando sobre esa gente que, evidentemente, nace y muere para escribir, porque no hay otra salida ni destinos posibles. Y le recordé algo que él escribió y puso en boca del criminal protagonista de El libro de las evidencias pero que, en una entrevista con el mexicano Mauricio Montiel Figueras, Banville reclamó como credo propio. Allí se lee: “Nunca me he acostumbrado a estar en esta tierra. Creo que nuestra presencia aquí es un error cósmico. Estábamos destinados a algún otro planeta lejano, al otro extremo de la galaxia... Me pregunto cómo se las arreglarán aquellos que estaban destinados a vivir aquí. Cómo les estará yendo en ese otro planeta... No, deben haberse extinguido hace años, porque cómo sobrevivir en un planeta hecho para contenernos”.
Le dije a Banville que tal vez, entonces, quién sabe, los escritores seamos contadas y contantes excepciones. Descendientes de algunos terráqueos originales que sí se las arreglaron para llegar aquí y que se van extinguiendo de a poco, narrando historias, iluminando como fósforos o como velas y, de tanto en tanto, como fogatas o incendios forestales. “Puede ser”, me dijo Banville, “Eso explicaría el modo en que nos va a los escritores...” Y pedimos otra vuelta para así ayudarnos a asumir una nueva ida a alguna parte mientras J. F. Kennedy nos miraba en silencio.
CUATRO A la mañana siguiente volví al Museo de Escritores Irlandesas y dejé la copia del manuscrito de Las primas, de Aurora Venturini, junto al teléfono de Saul Beckett.
Espero que –esté donde esté– Beckett atienda.
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