› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
Las historias felices –esas en las que las personas, de pronto y sin aviso, dicen algo así como “Déjame que te lo explique” y se ponen a cantar y a bailar– siempre aparecen barnizadas por una pátina de inverosimilitud. Para eso y por eso, insisto, se inventaron las comedias musicales: para que la felicidad transcurra y crezca en una especie de dimensión paralela y orquestada y technicolor.
Las historias tristes, en cambio, son inmediatamente creíbles. Estamos más y mejor preparados para aceptar la desgracia y supongo que eso es lo que nos distingue (descontando a aquellos patrocinados por los Disney Studios) de los animales. Y –ya que estamos en tema– nuestra tan mentada superioridad como raza y espécimen es más que relativa. La otra noche volví a ver por televisión un documental donde se explicaba que el paso de los milenios había erosionado por completo nuestro instinto de supervivencia. En el documental se decía que, si se colocaba a un número indeterminado de animales dentro de una habitación con varias puertas y se iniciaba en el otro extremo del recinto un fuego, los animales, a la hora de la huida, se distribuirían automática y armoniosamente y utilizarían todas las puertas para salir. De repetirse el mismo experimento con seres humanos, sentenciaba la ominosa voz en off, todos correrían desesperados hacia una sola de las salidas, ignorando las demás, para morir atrapados. Qué triste. Después, cambiando de canal, en el noticiero, me enteré de que se había venido abajo un viejo edificio en Santander. El locutor contó entonces una historia triste que es la que voy a contar yo ahora y que, en principio, resulta inverosímil, pero enseguida se hace creíble. Porque es una historia protagonizada por seres humanos y sólo los seres humanos son capaces de protagonizar historias así.
¿Cómo empezar a contar una historia triste? Tal vez haciendo uso de las virtudes del Goo-gle Earth. Arrancar desde arriba, desde el más exterior de los espacios, y comenzar a descender sobre el planeta en un zoom de vértigo: primero Europa, después España, después Santander, después el histórico barrio de Cabildo de Arriba, después un edificio ubicado en el número 14 de la calle Cuesta del Hospital que no sabe que le quedan apenas unos segundos de vida. O sí, porque nadie ha esclarecido aún si los edificios son capaces de pensar. En él, en una de sus buhardillas, se encuentra parte de la familia Colmero: la madre Gumersinda, de 73 años, el padre cuyo nombre desconozco, y su hijo Jesús (también conocido como Chuchi), de 53 años. Y ninguno sabe que les quedan apenas unos segundos de vida. O sí, porque aunque esté fehacientemente probada la capacidad de los humanos para pensar, bueno, a veces pasan cosas tristes.
Gumersinda le está preparando la cena a Chuchi, quien mira fijo la pantalla del televisor donde varios hombres corren por un campo verde. El asunto –comprendemos enseguida– consiste en meter ese objeto esférico que patean los hombres en dos rectángulos de madera y red perfectamente delimitados en ambos extremos del campo. Una voz que sale del televisor recita sin cesar nombres y apellidos y apodos. A veces grita.
¿Qué cocina Gumersinda? Me gusta pensar que prepara un potaje espeso, ideal para este otoño frío. Gumersinda revuelve despacio el contenido de la olla mientras habla por teléfono con Fran, otro de sus hijos. ¿Teléfono móvil o teléfono fijo? Yo diría que fijo, negro, antiguo, pesado; porque me cuesta imaginar a Gumersinda con uno de esos pequeños y coloridos y radiactivos objetos junto a su oreja. En cualquier caso, el teléfono no es lo importante. Lo importante es lo que le dice Gumersinda a su hijo Fran. Gumersinda –sin saber que serán sus últimas palabras– dice: “Ay, hijo, que la casa se está moviendo”. Y eso es todo lo que Gumersinda alcanza a decir.
Porque el edifico –“la casa”, como dijo Gumersinda– se viene abajo ese sábado 8 de diciembre a las 18.10 de la tarde, hora peninsular. Las últimas palabras del edificio en el número 14 de la calle Cuesta del Hospital –no es el primero y todo parece indicar que no será el último edificio que se viene abajo en el histórico barrio de Cabildo de Arriba– son, supongo, algo así como “Crack Crash Kaboom”. Las últimas palabras del televisor bien pueden haber sido “¡Penal! ¡Penal”. No ha quedado rastro entre las ruinas de las últimas palabras de Chuchi y me gusta pensar que el padre es uno de esos tipos duros que no dicen nada desde hace años.
Busco el diario de ese sábado 8 de diciembre, miro las páginas con la programación televisiva y veo que a las 22 horas de ese día, por la Sexta, se emitió la retransmisión desde el estadio de San Mamés del partido de Liga que enfrentó al Athletic de Bilbao con el Real Madrid. Ese era el partido que quería ver –llueva o truene o derrumbe– el aficionado Chuchi. Busco el diario del domingo 9 de diciembre y leo la crónica del partido. Ganó 1-0 el Real Madrid. En un párrafo se alude “a la hora tan tardía”; por lo que supongo que el partido –retransmitido a las 22 horas– habrá empezado a las 21 o algo así. Lo que significa que Chuchi era una de esas personas que necesitan de una larga y exhaustiva preparación para ver un partido de fútbol y que a la hora del derrumbe –18.10– no podía estar viendo el partido. Lo que invalida mi poco gracioso chiste sobre las últimas palabras del televisor. ¿Qué estaba viendo Chuchi a esa hora? Vuelvo a consultar la programación: casi todas son películas, pero en el Canal 2 pasaban uno de esos programas maratónicos y deportivos de varias horas. Por lo que lo escrito en el párrafo TRES de esta contratapa y el chiste del párrafo CINCO vuelve a funcionar, más o menos, algo así.
Pero llegado a este punto compruebo que no he podido transmitir la verdadera y legítima tristeza de todo este asunto. Compruebo entonces que las historias tristes no admiten trucos formales ni desórdenes metaficcionales. Las historias tristes hay que contarlas en línea recta, sin vueltas, con el gélido y cromado y funcional idioma de las noticias. Y así es como voy directamente a un recorte de El País del martes 11 de diciembre y ahí está la foto de esa pequeña Zona Cero en el barrio de Cabildo de Arriba, Santander, y ahí está también la historia triste. Y la historia es así: Gumersinda Colmero estaba advertida de las posibilidades de derrumbe. De ahí que la familia hubiera pasado la noche del viernes en un piso especialmente habilitado. Pero, problema: no tenía televisor. Por eso Chuchi se negó a abandonar “la casa”. No pensaba perderse el Athletic de Bilbao/Real Madrid. Por eso Gumersinda y su esposo volvieron a la buhardilla del número 14 de la calle Cuesta del Hospital. Por eso murieron todos. Desconozco si se guardará un minuto de silencio por ellos en algún partido de este fin de semana. Quién sabe. Verlo pero no oírlo. Por televisión, claro.
“Ay, hijo, que la casa se está moviendo.”
Titular: El empeño por ver el fútbol sepultó a una familia / Los tres muertos de Santander habían vuelto a su casa para ver un partido.
Qué historia triste.
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