› Por Juan Forn
La otra noche, mientras llovía torrencialmente en Villa Gesell (por primera vez desde mediados de diciembre), soñé que nadaba por Buenos Aires. Yo no era el único: se trataba de un nuevo servicio que la ciudad ofrecía democráticamente a sus habitantes. El recorrido que me tocó hacer a mí (había varios) empezaba en el Palacio de Aguas de la Avenida Córdoba y terminaba en los lagos de Palermo: algunos nadadores emergían junto al Planetario, otros en el Rosedal y había quienes llegaban hasta los inmensos piletones de Obras Sanitarias junto a la Avenida Lugones. El trayecto era por momentos subterráneo, por momentos al nivel de la calle pero bajo techo y por momentos al aire libre, cuando el recorrido coincidía con los espacios de agua de plazas y lugares públicos. Los canales por los cuales circulábamos eran de lecho azulejado y el color del agua variaba entre el celeste y el verde muy claro, según la iluminación y la pendiente de cada tramo. Había momentos en que uno podía dejarse llevar por la corriente y momentos en que había que intensificar las brazadas. Nadábamos regidos por un protocolo similar al de los caminantes en una calle peatonal, pero el efecto de fluidez que impone el agua a los cuerpos que flotan en ella atenuaba todo roce y urgencia: circulábamos como si fuera un feriado, aunque sé –como se saben las cosas en los sueños– que era una jornada laborable, bien entrada la tarde, en esa hora multitudinaria en que la mayoría de la gente sale de su trabajo.
Alguna vez vi en un documental una escena crepuscular en una enorme plaza china, donde miles y miles de personas hacían tai-chi-chuan, unificados por la sincronización de sus movimientos y de su vestuario, el característico conjunto de pantalón y casaca gris azulado, fuesen hombres o mujeres, de breve o avanzada edad. Recuerdo en especial el momento en que, ya caída la noche, terminaba la rutina de movimientos y la multitud recuperaba su individualidad al dispersarse, de una manera asombrosamente similar al modo en que íbamos saliendo todos nosotros del agua, en mi sueño, al terminar aquel recorrido: como quien vuelve de una dimensión donde fue parte indisoluble de algo.
Todavía tengo presentes las expresiones de aquella gente en el agua, y la que conservaban cuando terminaba el recorrido, y volvían a pisar tierra, y partían hacia sus hogares. Pero los componentes de ese recuerdo comienzan ya a difuminarse irremediablemente en mi memoria, tal como se dispersaban y alejaban esas personas cuando salían del agua.
¿Qué traemos adentro cuando salimos de un sueño? ¿Cómo se puede prolongar ese instante en que volvemos a ser nosotros pero aún seguimos siendo parte de ese fluir, de esa deriva fraternal a falta de una palabra mejor, que caracteriza el estar en perfecto sincro con otros, como aquellos chinos haciendo tai-chi, como los lánguidos cuerpos que nadaban en mi sueño, como los integrantes de una orquesta mientras ejecutan una pieza? ¿Qué hay dentro de nosotros que reconoce tan nítidamente esa mágica hermandad con los demás, cuando aparece? ¿Y qué es exactamente lo que pasa con nosotros, que sólo somos capaces de añorar ese estado por un rato, y el resto del tiempo nos conformamos con tanto menos, nos engañamos con tanto más?
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