› Por Rodrigo Fresán
desde Barcelona
UNO La culpa –como casi de todo– la tiene el fútbol. Es en el fútbol –esa disciplina cuyos yin y yang oscila entre un Lo vamo’ a reventar y un Nos hicieron bolsa– donde por primera vez alguien nos apunta la idea de un Conocimiento Superior al que sólo los elegidos tienen acceso. Así, nos señalan un extremo de algún recreo de nuestra niñez y allí, oracular, dando audiencia, impartiendo su saber, críptico pero elocuente como el Kurtz de Apocalypse Now está él. “Petroccinolli (por ponerle un apellido, nada personal si alguien se llama así) sabe un montón de fútbol”, nos dicen en un susurro reverente. Y, por curiosidad literalmente infantil, nos acercamos a oír lo que dice el iluminado que habla y habla y habla y números y posiciones y jugadas y camisetas. Y es ahí cuando –al menos en mi caso– comprendemos que el fútbol no nos va a interesar jamás.
DOS Aunque –tengo que reconocerlo– en ocasiones me interesa ligeramente el arco dramático de la carrera de un determinado jugador (Maradona) o el trazo à la Hugo Pratt de un perfil (Zidane) y nunca dejaré de admirar el esfuerzo mental cósmico que hacen aquellos que escuchan fútbol por la radio. Esos que ven fútbol con sus oídos con la ayuda de un súper-poder íntimo y poco aplicable cuando hay que salvar a la humanidad toda. Y lo más extraño de todo: varios de estos mutantes alguna vez me dijeron, mirándome fijo a los ojos, con voz un tanto peligrosa, que no leen porque “leer es difícil” y les cuesta “convertir a las letras en imágenes” o algo así.
Pero para volver a lo del principio y no alejarme demasiado: es en los campos de fútbol cuando por primera vez percibimos la existencia de seres que dicen saber mucho de algo que muy pocos saben. Seres que festejan sus aciertos con el puño en alto y disimulan sus errores detrás de jerga arcano-tecnológica digna de entrega de Star Wars. Es decir: cabe pensar que los pequeños Petroccinollis del ayer, cuando crecen, se convierten en comentaristas deportivos pero, también, en meteorólogos, en profetas de café que llegado el momento explicarán las virtudes invencibles del misil Excocet, en mesías eléctricos, en políticos convencidos de vender el antídoto para todos los males, en cierto tipo de médico, en adictos a trazar árboles genea/ilógicos literarios y, sobre todo, en economistas que dicen “los que apuesten al dólar...”
TRES Y los expertos en economía volvieron a ocupar pantallas y cubrir páginas luego del pasado lunes negro. Ya saben: se derrumbaron los mercados del mundo entero y abundaron las explicaciones y motivos para descifrar lo sucedido. Había allí un cierto consenso –la “culpa” esta vez era de Estados Unidos, España fue arrastrada por la onda expansiva y tuvo su peor arranque de año bursátil desde 1940–, se exploran claramente cracks del pasado inexplicables en su momento, pero la cosa se ponía más rara a la hora de vaticinar lo que sucedería en los días siguientes. Allí, cada cual se iba a su rincón del patio, desenrollaba gráficos con aspecto de cardíacos electroencefalogramas y pedía cautela o llamaba a la locura mientras –por aquí estamos en plena campaña electoral– el PSOE decía que no era para tanto mientras el PP advertía que se avecinaban siete plagas, una ola gigante, el choque con otro planeta y, ya que estamos, que Javier Bardem no ganaría el Oscar por culpa de Zapatero.
Y, entre unos y otros, esa postal que no varía a lo largo del mundo y que siempre me inquieta: el paisaje de las diferentes Bolsas internacionales donde todos gritan y agitan papeles y parecen como poseídos por una fiebre amarilla, verde, de cualquier otro color que tengan los billetes. Y yo me pregunto cómo hacen para concentrarse, para entender algo, para manejar la ensordecedora abstracción del dinero invisible y digital. Y me respondo: seguramente crecieron escuchando fútbol por la radio. Y no estaría mal que alguien les compusiera un himno para gritar en días como el lunes pasado, cuando los revientan, cuando los hacen bolsa en la Bolsa.
CUATRO Lo que me lleva otra vez a Paulino Cubero. Ya hablé de él la semana pasada. Cubero –53 años, desempleado, “perdedor” por autodefinición– se presentó a un concurso que buscaba letra para el Himno Nacional Español (hasta ahora pura melodía, lalalá en las tribunas, mudo en los versos) y su propuesta fue la elegida entre 7000. La idea de ponerle letra al Himno fue del Comité Olímpico cansado de que no pudiera cantarse nada en grandes acontecimientos deportivos. Eligieron la de Cubero, el tipo salió en todas partes, era feliz, y cinco días después el sueño terminaba y su letra era descartada porque “no había consenso”. Unos dijeron que la letra era un tanto “rancia”, otros que era “nacionalista” y algunos apuntaron que “no funcionaba porque era un himno de paz” y los himnos que triunfan en el hit-parade himnótico son los himnos “guerreros”. La Marsellesa, por ejemplo. Y no es que el nuestro sea gran cosa pero tienes partes muy sword & sorcery y tal vez podríamos venderle a España todas esas estrofas que no usamos. Hemos vendido tantas cosas... Por el momento, otra vez, a cantar en las gradas no el himno nacional sino ese cántico popularizado por aquí en el último Mundial de Fútbol donde la selección comenzó sintiéndose favorita para, casi enseguida, no acabar bien. Oírlo en la radio: miles de gargantas gritando “¡A por ellos, oé! ¡A por ellos, oé!” Lo que equivale a la versión ilustrada folletinesca, y espadachina del Lo vamo’ a reventar o del Vamo’ a hacerlos bolsa.
CINCO Mientras tanto, el himno calla pero la ambición no descansa y las batallas intestinas y gástricas dentro del PP –la expulsión/renuncia de Gallardón, el más popular y a la izquierda de los Populares– amenazan con hacer volar por los aires toda posibilidad de ganar las elecciones de marzo. Esta vez, el PP ha puesto sus propias bombas y a ver si consigue desactivarlas. La cosa –para ambos partidos mayoritarios– está muy en plan cable rojo o cable azul. La gente está que explota: el 2008 ha comenzado con todos los síntomas de anno terribilis. La niebla de la incertidumbre cubre todo y, el martes por la mañana, cubrió la autovía Madrid-Toledo en la que tuvo lugar uno de los mayores choques múltiples jamás registrados en España. Reacción en cadena de 100 vehículos estrellándose entre ellos a medida que la gente se paraba a curiosear un primer choque y crash y recrash y a hacerse bolsa mientras intentaban comprender, oyendo la radio, qué había pasado con sus accioncitas. Y el dinero no alcanza y las deudas persiguen y, para colmo, han sido detenidos en Barcelona varios miembros de una célula islámica que se disponía a hacer mucho boom y kaboom. Gente con ganas de hacer bolsa a la gente. Eso sí: parece que las Bolsas se recuperan y la historia continúa pero nadie sabe cómo.
Un broker apuntaba que “cuando reventó la burbuja tecnológica en el 2000, la gente venía y aullaba y se jalaba de los pelos... Ahora, con Internet, la gente vive estas cosas en la intimidad de su hogar”. Y en El País el pobre Cubero comentó que “Ahora estoy escribiendo un poema donde explico lo que me está pasando. Lo estoy contando como si fuera un partido de fútbol, con sus dos equipos, con el árbitro... y yo, pues bueno, yo soy, el balón”. Y es una imagen apropiada para los días que corren y se arrastran: a Cubero no lo hicieron bolsa pero sí lo hicieron pelota. Y en algún lugar de la cancha del cual no quiero acordarme, Petroccinolli sigue hablando. Después –tarde o temprano se acaba el recreo– suena la campana, el silbato, lo que sea y hay que volver a entrar a las aulas de la realidad.
Pásenlo en la radio.
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