› Por Rodrigo Fresán
“No voy en tren, voy en avión / No necesito a nadie / A nadie alrededor”, comenzó a cantar Charly García hace ya unos cuantos años. Y la canción no ha envejecido nada pero sí, me temo, el sentimiento ya no es el que era. Arrugas en el fuselaje y fatiga de materiales varios. Los aviones y aeropuertos ya no son sinónimo de status solipsista de altura. Y están los que aseguran que la presente y omnipresente incomodidad a la hora del estar en el aire (o demorados en la tierra) está estrechamente relacionada con lo sucedido el 11 de septiembre del 2001. El avión como arma de destrucción masiva y todo eso.
Pero yo no estoy tan seguro y me da la impresión de que el tema pasa por una cuestión más corporativa y maquiavélica y manipuladora del espacio/tiempo: más gente en menos espacio y los retrasos no existen, son una ilusión sensorial de pasajeros alucinados a los que hay que ajustar y atar con cinturones de seguridad.
De ahí que dejara pasar unos días antes de escribir sobre la llegada del tren de alta velocidad AVE de Madrid a Barcelona y viceversa por si se producía alguna catástrofe. Polémico, causante de socavones en las obras, a doce años de haber comenzado el proyecto, pero ya está aquí, con silueta de delfín Pixar, maravillando a los curiosos como alguna vez maravilló aquel tren de los hermanos Méliès arribando a la parisina estación de una pantalla de cine. 3 horas y 20 minutos promedio. Se hacen cálculos de tiempo y dinero, se cronometran actuaciones, se siente (lo siento yo, víctima recurrente) cierto regocijo ante el 15% y 20% menos de pasajeros que tendrá el puente aéreo de Iberia. Compañía que ha decidido contraatacar con una extraña campaña publicitaria en la que un puñado de jóvenes recitan –desde sus asientos de avión o parados en los pasillos– una suerte de épica ideológica en forma de rap sin loops ni ritmos donde parecen referirse a los placeres de volar de un lado a otro cuando, en realidad, producen la impresión de estar sufriendo una serie falta de oxigenación al cerebro producto, seguramente, del poco espacio para estirar las piernas y permitir la correcta circulación de la sangre. Sus intensos primeros planos, su prosa inflamada, su voz declamatoria aparecen puntuados por las vistas de un avión inmenso, lleno hasta los bordes. Uno de los místicos en trance –una chica rubia– asegura que va a triunfar en el extranjero y que la gente le pedirá autógrafos y enviará flores y no sé qué más. Y yo la miro y me pregunto a quién irá a votar ella dentro de unos días. ¿A Zapatero? ¿A Rajoy? Tal vez a ninguno, porque es posible que la pobre todavía esté allí, ahí adentro, carreteando para despegar o esperando al autobús que la llevará a la más terminal de las terminales.
Así que, por estos días, todo es así. La comodidad elegante del tren (y de la estación de tren que pasa como una exhalación, porque la valija viaja con uno, que puede llegar hasta apenas diez minutos antes de salir) versus el supuesto vértigo elástico del avión. El tren y el avión como metáfora de casi todo. ¿Es Rajoy tren? ¿Es Zapatero avión? ¿Quién llegará antes? Y lo cierto es que la breve campaña –y la larga pre-campaña– irrita tanto como las revisiones de seguridad y colas para el check in. La gente está cansada. Lo que no impidió que el lunes por la noche se sentara en masa –13 millones de personas– para contemplar por televisión el primer debate entre candidatos en década y media. Un debate, hay que decirlo, controlado al máximo, donde se discutió hasta la aerodinámica de las sillas y el recorrido de los rieles por los que se moverían las cámaras. También, parece, se mintió bastante, se manipularon datos a lo bestia y –aunque las encuestas dieron una victoria de mínimas a las cejas ya paradigmáticas y arquetípicas de Zapatero– el Partido Popular no se privó de celebrar lo que consideraron una rotunda victoria junto a un Rajoy que no paraba de mostrar esa sonrisa recta de dientes chiquititos. Uno y otro volverán a viajar juntos el próximo lunes en el segundo debate, el debate de vuelta, supongo. Mientras tanto, yo festejé la llegada del AVE comprándome el DVD de la ferroviaria película The Darjeeling Limited, ferroviaria película de Wes Anderson que se pierde y se encuentra en el espíritu de un inexistente expreso indio y volví a verla mientras Javier Bardem besaba el culo de su Oscar y todos felices. De los debates –como de la ceremonia de los Oscar– mejor ver el resumen al otro día.
En lo personal, siempre preferiré el tren al avión porque siempre me ha parecido un medio de transporte no sólo más literario (ese tren en el que viaja Jonathan Harker en Drácula, el Orient Express de Agata Christie, los trenes de Paul Theroux) sino porque en los trenes se puede leer y escribir. En los aviones, en cambio, sólo se puede mirar letras y preguntarse qué significan mientras ahí adelante brilla y sonríe ese maldito mapa en cámara lenta con un avioncito tan grande moviéndose tan despacio.
Y Martin Amis llegó a Barcelona en avión para presentar su lograda gulag love story titulada La casa de los encuentros. Almorzamos y cenamos y volvimos a almorzar juntos y la conversación volvía una y otra vez al tema de Barack “Turbante” Obama y Hillary “Turbada” Clinton, también conocida en los últimos días con el cruel seudónimo de “Hillarity”. ¿Es Obama tren que atropella o que descarrila? ¿Es Hillary avión que se estrella o que despegará a último momento? ¿Soportará Hillary la derrota o se pondrá a hablar sola como iluminada de Iberia? ¿Sobrevivirá Obama a la victoria en un país con una importante población de magnicidas que ya están releyendo The Catcher in the Rye y aceitando armas porque habrá para esos monstruos algo más tentador que un presidente negro como blanco? ¿Quién sabe? Mientras tanto y hasta lo que sea, una cosa queda clara: hay un verdadero misterio en el modo en que las grandes compañías deciden verse –o en la manera en que deciden que las veamos– y una en más de una ocasión abismal diferencia con la forma que realmente tienen. Así –del mismo modo en que está quien invoca todo el tiempo a Eva Perón pero finalmente no hace ni consigue otra cosa que evocar a Nacha Guevara– ni los aviones son tan geniales ni los trenes tan ideales.
La perfección del asunto llegará con la teletransportación y todo eso. El problema, claro, es que cuando alcancemos las alturas y la eficiencia de semejante disciplina ya no quedará sitio alguno a donde ir. Por lo que sólo haremos uso de tan magna tecnología –saludos a Charly García otra vez– para ir, una y otra vez, como zombies, sintiendo el encierro, nada más y nada menos que de la cama al living.
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