CULTURA
› A OCHENTA AÑOS DE LA MUERTE DE MARCEL PROUST
Un maestro en el arte, fascinante, de mentir
Marcel Proust es dueño de una obra que impone a los lectores y escritores un respeto casi hipnótico. Pero también vale pensarla como una provocación, como una invitación a las batallas, aun las que se perderán.
Por Guillermo Saccomanno
Escribir sobre Marcel Proust es una tautología. Todo lo que se quiera decir sobre Proust, ya lo escribió, previéndolo, él mismo. Todo lo que se quiera decir sobre su método de composición, incluyendo la más diversa teoría literaria, ya está contenido en sus páginas con una minuciosidad abrumadora. Si la crítica comparte mecanismos con la pesquisa detectivesca, Proust, lector caliente de la filosofía del arte, lo tuvo más que en cuenta. La suya es una narrativa que se despliega sin fisuras, abanicando todas las variaciones del punto de vista, eludiendo la perspicacia de cualquier crítica al hospedarla en su escritura, anticipándose. Como toda obra monumental, la suya impone un respeto hipnótico. Un escritor que se dedica a contarlo todo –todo sobre el mundo que lo rodea, todo sobre sí–, donde hasta el mínimo detalle es significante, con tal sentido de la observación, tanto social como introspectiva, chicanea la capacidad investigadora de quien se le arrima sigiloso para auscultar qué hay por debajo de su letra. Daría la impresión de que es imposible ir más allá de sus textos, porque ir más allá, es tocar la nada. Pueden arriesgarse conjeturas sobre su pertenencia a una clase parásita, su dandysmo nervioso, su intervención en defensa de Dreyfus, su homosexualidad, su enfermedad respiratoria volcada en una escritura que corta el aliento, pero las más suspicaces y clínicas conjeturas no aportan algo que no esté siempre antes implícito en su literatura.
Fascinación, esto es lo que impone Proust. Y también, a los osados, les plantea el desafío de aproximarse a su literatura pensando que se puede ser más inteligente que ella. Si la etimología de fascinar se vincula con la de fascismo, cabría pensar hasta qué punto la imponencia de la obra de Proust, en este punto, no resulta el entramado de un autoritarismo cuyo objetivo es dominar, como los fascistas, toda intimidad. Aquí está su afrenta: reventar la prohibición, adentrarse en ese misterio que la fascinación impide al hechizar y enceguecer. Provocación, todo en Proust es intimidad, pero cuanto más se adentra uno en esa intimidad, cuando empieza ya uno a codearse con familiaridad con sus personajes, a sentirlos amigos o parientes o conocidos, el gran relato produce un extrañamiento. La realidad no es ya la misma. Se ha vuelto atributiva de una marca de escritura. La escritura que produce la sensación de un sueño amniótico no es ni la reproducción convencional de la novela naturalista de la época ni tampoco la engañosa y confortable ficción de toda autobiografía como museo de cera. Es, quizá, la certeza de la nada inexorable que refiere el Eclesiastés: “Vanidad de vanidades”. Y nadie mejor que un gran vanidoso, para demostrarlo.
Si después de su lectura se quiere escribir, el efecto Proust es intimidante. Suele pasar que si alguien se entera que uno es escritor enseguida lancea proponiendo que se escriba una novela con su vida. Basta leer a Proust para que todo escritor se sienta como ese ridículo y pretencioso alguien que confía que su último divorcio o esguince disponen de interés literario por el simple hecho de haber ocurrido. Quien crea que su propia biografía presenta algún accidente con rasgos novelescos, frente a Proust comprobará la reducida estatura de su propia condición. Nadie, como Proust, un auténtico prestidigitador, ha logrado reproducir con idéntica habilidad ese instante de asombro y silencio en que la primera persona, capaz de sonar confesional como una segunda, deviene inesperadamente, sin que lo advirtamos, la tercera. Y entonces en esa tercera todos, quién más, quién menos, somos la primera persona del plural.
Pero, qué historia es la que cuenta Proust, cuál es la verdad que nos amenaza revelar bajo todas sus palabras escritas, que integran varios volúmenes. Esa historia, esa verdad, son el arte de mentir. Como undetective implacable, pero también con la meticulosidad del sospechoso que acumula detalles en función de una coartada para ocultar su culpabilidad, Proust hurga hasta las mínimas partículas de un ambiente y sus personajes, sus sentimientos y excrecencias, sus debilidades y patetismos. Desde las primeras páginas de A la búsqueda del tiempo perdido, el pequeño Marcel, escurridizo, muestra un rigor investigativo que puede inspirar perplejidad en los mejores cultores del género policial. Es que el pequeño Marcel, con la fragilidad de sus pocos años y una constitución enfermiza –dos palabras que van siempre juntas en la literatura del XIX– está siempre alerta, siempre despierto. Si Marcel, el hombre, se acuesta temprano, lo hace para permanecer despierto. Si no hay una madre que le cuente un cuento, se lo contará él mismo. Como un buen detective, Marcel tiene que ser necesariamente un tipo despierto y en su vigilia debe mantener los cinco sentidos despabilados.
Cabe preguntarse a quién interroga Marcel, quién es el sospechoso. Nada menos que él mismo. En consecuencia, sin cerrar nunca los ojos, como está vigilándose siempre para no ser sorprendido, tiene también que permanecer alerta y mentir, mentir todo el tiempo. Qué mejor ocurrencia entonces que jugar, también todo el tiempo, a la verdad. Es decir, al “realismo”.
El veterano comisario Maigret conversó alguna vez con su joven autor, Georges Simenon, cuya obra superaría en volúmenes la de Proust aunque dedicándose a un género menos selecto: la novela policial de costumbres. Una digresión: la literatura de Proust, en tanto ventilación de chismes, ganó pronto una popularidad comparable a la que disfrutaría años más tarde Simenon. Es que los chismes, como los crímenes, comparten un goce que tiene que ver con su auténtica esencia: lo que se dice y se hace en secreto. No es entonces desatinado pensar que Proust, con su pasión por las intrigas, hubiera gozado leyendo a Simenon. (Cabe acotar, André Gide, el preciosista editor de la NRF, más tarde editor de Proust, fue también más tarde amigo y admirador de Simenon, subrayando con ganas sus novelas.) Proust parecía escribir para sí mismo, aunque no fuera así. Su apuesta era la eternidad, una eternidad que valora la buena literatura más en las mesas de saldos que en los suplementos culturales. Simenon, que cifró su fama en escribir para los otros, afirmaba, sin vacilar, que un escritor escribe para sí mismo. Y decía con amargura que escribir no es una profesión sino una vocación de infelicidad.
“La verdad nunca parece verdadera”, le confió Simenon al comisario Maigret en aquel encuentro. “No me refiero sólo a la literatura y la pintura –siguió Simenon–. Tampoco le citaré el caso de las columnas dóricas, cuyas líneas nos parecen rigurosamente perpendiculares, pero que dan esa impresión únicamente porque son ligeramente curvas. Si fueran rectas, nuestros ojos las verían con énfasis.” Según recuerda Maigret, en esa época el joven Simenon todavía presumía de erudito. Maigret pudo acordarse de su propia juventud, cuando ambicionaba ser médico, ya que esta profesión se le antojaba ideal para “remendar almas”. Su destino fue otro: terminó como policía de homicidios, más preocupado por las atmósferas y situaciones sociales que propician el crimen que por los criminales. El joven Simenon, por su lado, con su literatura, también pretendía ser un “remendador de almas”. El veterano Maigret pudo no haber leído a Proust, pero con seguridad el joven Simenon sí lo había leído. Con sus ficciones Simenon aspiraba, como Proust, a remendar almas. Y su proyecto narrativo no fue menos demiúrgico.
Maigret, inquieto, lo siguió escuchando a Simenon. “Cuéntele a alguien cualquier historia”, le decía Simenon. “Si no la arregla un poco, la encontrará inverosímil, artificial. Arréglela, y parecerá más verdadera que la verdad. Hacer que sea más verdadero que la verdad, todo consiste en eso. Pues bien, yo le he hecho a usted más verdadero que el de verdad.” Elrutinario impasible que Maigret era, enmudecido, comprobó que era menos verdadero que el Maigret de verdad.
Pero años más tarde el comisario Maigret, envejecido, tuvo su desquite. Con los años comprobó que el joven Simenon ya no lo era tanto y había empezado a caminar como él, a imitarle la pipa y a hablar incluso como su Maigret. “Es un poco como si, en la edad tardía, él empezara a creerse que es yo”, lo compadecía ahora Maigret.
Al escribir sobre Proust, tarde o temprano se choca contra una pared en la oscuridad. “La vida de un artista no es más que una larga ausencia: él está en otra parte”, escribió en una carta. “Todo, aquí abajo, es hostil”. Y podemos verlo en una foto, por las calles de París, empujando una carretilla con los sus manuscritos apilados después que Gide se los rechazara. Gide no habría de perdonarse este error. Una vez reparado, tras la reconciliación, Proust establecería con el editor una correspondencia que, acá, prologó con atención rigurosa Luis Gusmán.
Esa naturalidad de la escritura proustiana, que se muestra tan espontánea, es el resultado de un trabajo largo y empecinado. Cuanto más se hurga en ella, buscando descifrarla, tarde o temprano uno se choca contra una pared en la oscuridad y se encuentra consigo mismo: escribir sobre el otro es siempre escribir sobre uno. Poniéndonos en ridículo, Proust, el comisario de sí mismo, también nos revela que, paradójicamente, al escribir sobre uno, se escribe sobre otro, ese que uno imagina ser, no el sospechoso sino el inocente. Proust, el comisario de sí mismo, se pone como ejemplo. Su tenacidad en controlar cada rincón narrativo, se ha dicho, sugiere que no toleraba la ausencia de ley. Su causa es desvestir esa presunción de inocencia, el afán de bronce público o doméstico. Toda esa obsesiva persecución de lo banal, los gestos triviales, las fatuidades, las mezquindades, las pasiones exacerbadas que se diluyen en un colmo de aburrimiento, no hacen más que escondernos del temor de asumir quienes verdaderamente somos.
Ninguna de estas meditaciones que escribo son una revelación. No pocos las formularon antes con mayor brillo. Pero antes, antes todavía, un siglo atrás, ganándonos a todos de mano, las proponía la búsqueda de Proust. En el guante que nos tira a la cara, retándonos, nos dice, como Faulkner, “que ninguna batalla se gana jamás y que la victoria es una ilusión de tontos”. No obstante, nos empuja a la lucha, esa que la literatura sigue librando contra la muerte.