CULTURA
› ENTREVISTA AL ESCRITOR ANDRES RIVERA
“En la Argentina de hoy los intelectuales no tienen ya ningún peso”
A un año de las revueltas populares que concluyeron con Eduardo Duhalde como presidente, el autor de “La revolución es un sueño eterno”, que está escribiendo una nueva novela en torno de la figura de José María Paz, cuenta por qué se siente un exiliado, aunque siga viviendo en la Argentina.
Por Angel Berlanga
Las palabras de Andrés Rivera tienen el peso y el filo de un enorme sable, y al escuchar su voz, áspera, grave, severa, se fortalece la sensación de que muchas de sus frases son mandobles en la batalla.
Nacido en Buenos Aires en 1928, radicado en un barrio marginal de Córdoba desde hace una década, indiscutido en una imaginaria selección de los mejores autores argentinos vivos, escribió más de veinte libros, entre cuentos (Cita, Ajuste de cuentas, Mitteleuropa) y novelas (Hay que matar, El verdugo en el umbral, El farmer, La revolución es un sueño eterno). Este intelectual de izquierda mira sin complacencia el presente y la historia: la combinación entre lo visto y una férrea coherencia con su ideario, tal vez, le fueron tallando en la cara unos rasgos de dureza.
Un repaso por viejas entrevistas permite constatar también esa dureza en sus declaraciones: Rivera dice que no cree en los neutrales, desafía a encontrar intelectuales de derecha de valía, sostiene que los lectores de su obra buscan violencia y que, incluso, no puede imaginar un relato sin violencia. Puede parecer excesivo sólo si se elude el contexto. Rivera escribe en un país en el que los presidentes y generales Rosas, Roca o Videla, por citar tres ejemplos de la historia, masacraron a miles de argentinos. Rivera habla de un país en el que, tras diecinueve años de gobiernos radicales y peronistas, los chicos mueren de hambre cada día.
–Tierra de exilio, una de sus últimas novelas, tiene, según dijo, bastante de autorreferencial. ¿Usted se siente exiliado?
–En este país, donde quien manda es el establishment, donde crece el número de excluidos, me siento un absoluto exiliado. En la Argentina de hoy los intelectuales no tienen ya ningún peso. Y un país así no es mi país, aunque lo sea.
–¿Qué características tiene ese exilio del que habla?
–Bueno, salgo a la puerta de mi casa, en Córdoba, en un barrio que se llama Bella Vista, cruzado por la droga, con chicos con piernas chuecas, porque se alimentan mal, y sólo escucho en pobres, y en algunos menos pobres, una sola expresión: esa expresión siempre se refiere al dinero. Si además este país padece de la ausencia de una izquierda, y si además eso que hoy puede sonar como un anacronismo, la conciencia de la casi desaparecida clase obrera, tiene el nivel de la altura de un zócalo, uno, que es de izquierda, debería llamarse a silencio. Y el silencio forma parte del exilio. Hablo por mis libros. Frase remanida si la hay, ¿verdad?
–¿Por qué considera que la izquierda es incapaz de organizarse?
–Ah, no: debería escribir un libro tan espléndido como El dieciocho Brumario. Los diarios hablan de cuatro o cinco concentraciones que no quieren unificarse en una sola; no se trata de la unidad por la unidad, que tanto pregonan de un extremo a otro en la izquierda: se trata de saber si en un lado, y en otro, y en otro, se padece hambre. No es necesario que haya diez oradores para decir “yo hablo en nombre de tal agrupación”: lo único que resaltan son el nombre de las agrupaciones y cuántos minutos ocuparon el teléfono. Que alguien que parecía un cura franciscano, como Luis Zamora, esté disputando no sé qué banca y no sé cuántos miles de dólares... Si hablo en términos católicos, yo también soy un pecador, ¿verdad? Pero es necesario dar algunos ejemplos de honestidad, de limpieza y de firmeza: no estamos disputando una concejalía, que por eso pelea buena parte de la izquierda.
–¿Dónde estaba usted y cómo vivió los hechos de diciembre del año pasado?
–Creo que estaba en Córdoba. Como escribió Leopoldo Brizuela, lo vi por televisión, y creo que debió haber habido millones de argentinos que lo vieron por televisión. No, no estaba en la puerta de la Casa Rosada agitando una bandera roja.
–La pregunta apuntaba a sus sensaciones de ese día.
–Caía un hombre al que no quiero calificar –se le pueden imputar diez adjetivos y todos van a ser válidos–, y con él una forma de representación. Su política era la del señor Domingo Cavallo, presunta tabla de salvación. Esa política prosigue hoy, desde el presidente Eduardo Duhalde a las sugerencias que hacen los voceros de Carlos Saúl Menem. Y del propio Menem, cuando se lo permite Cecilia Bolocco.
–¿Qué expectativas se abrieron a partir del 20 de diciembre del año pasado?
–Hay una sociedad más o menos movilizada que empieza a atisbar que el país se desploma: este país. Y que todavía no encontró cómo salir o cómo entrar en otra vía, radicalmente distinta a la que se transitó desde principios de siglo XX.
–En abril de este año, en una entrevista con Página/12, dijo que no perdía la esperanza y que creía que la épica podía renacer. ¿Varió eso, a esta altura del año?
–No. También dije que la esperanza se escribe en el agua. Pero la mía no es una interpretación, es una posibilidad. Federico Engels dijo que a veces veinticinco años se concentran en un solo día.
–¿Y qué expectativas no se cumplieron hasta ahora?
–No me he puesto a pensar en eso. Sé que existió, a los pocos días del 20 de diciembre, una creencia generalizada: los políticos de los dos partidos tradicionales, del justicialismo y del radicalismo, los coimeros y corruptos de arriba abajo y de abajo arriba, no volverían a asomar la nariz a calle alguna de la República. Ahí están. Toman café en el Parlamento, cambian de auto, se aumentan los sueldos, dicen que se los rebajan, entran en nuevas coimas. Esa expectativa se perdió. Pero fue muy intensa, muy fuerte. Y puede volver a renacer, claro.
–¿Qué cambios observó en su barrio respecto de la situación social?
–En algunas manifestaciones callejeras: hace unos días se hizo un acto frente a uno de los edificios de la Biblioteca Popular de Bella Vista, que dirige Susana Fiorito (su compañera), y nos sorprendió que entre los voluntarios que trabajan allí, y amigos y vecinos, hubiese setenta o cien personas, lo cual no está nada mal.
–¿Por qué alguien con buenas intenciones puede querer seguir siendo dirigente en el justicialismo, teniendo en cuenta...?
–No, paremos ahí. No voy a negar que cualquier hombre o mujer puede seguir sosteniendo eso que se llamó “el ideario peronista”. Y también sin calificativos. Ahora, quien acepta un puesto de dirigente abre, en torno a él, una gran sospecha. O ya está contaminado o se presta a que lo contaminen los corruptos, o él solo va a ser derrotado, o lo van a internar en un hospital o en un loquero. Como no creo que nadie tenga ganas de que lo internen, entonces, quien acepta un puesto dirigente es quien abre el bolsillo.
–Recién usted decía que Duhalde era continuidad de los gobiernos anteriores. Sin embargo, muchos medios de comunicación y el propio gobierno presentan a esta gestión como un quiebre...
–¿Cuál es el quiebre?
–Bueno, el abandono de la convertibilidad y los matices en la negociación con el Fondo Monetario, por ejemplo, son presentados como un “cambio de rumbo”...
–Habría que parafrasear a Clausewitz: la guerra es la continuación de la política por otros medios. Acá estamos fingiendo que de pronto nos pusimos de pie. Estos son representantes de los coimeros, de los ladrones, de los corruptos del establishment, de los que han lucrado durante un siglo, diría, con el silencio del pueblo argentino o de buena parte de él. Cuando hubo que matar, mataron: eso ocurrió en la provincia de Buenos Aires, la del actual Presidente. ¿No hubo muertos, también, en la provincia de Santa Fe, la provincia de ese inescrutable Carlos Reutemann, como lo presentan los periódicos? ¿De qué cambios estamos hablando? ¿Cambiaron los que mandan en el país? ¿Dónde se reúnen: en el Hotel Elevage, propiedad del señor Nosiglia, o en algunos otros hoteles? ¿Cuando los chicos se mueren de desnutrición en Tucumán, el Presidente se va a pescar al sur? Y estoy hablando de los mínimos gestos honestos que, supongo, haría un Sarmiento. Aunque más no sea por demagogia. Finalmente, Sarmiento murió exiliado, verdad.
–¿Teme una nueva escalada represiva?
–Siempre la temo. Por los resúmenes que he leído, por la historia que se hace de lo que ocurrió hace exactamente un año, resulta que el actual ministro de Justicia fue el que manejó a la Bonaerense. ¿Qué tal? Ese hombre con cara de inocente. ¿Quién controla a la policía, al sargento, al comisario desbocado, al que se pone nervioso de pronto? Y cambia las balas de goma, que son crueles, por las de plomo.
–¿Cómo evalúa el nivel cultural de la clase política?
–¡Craso! Así. Nada más. No saben nada. No han leído nada. Roca, que fue un genocida, por lo menos leía a Homero en su tienda de campaña.
–¿Cuál debiera ser el rol de los intelectuales en la Argentina hoy?
–Yo no estoy para dar consejos a nadie.
–¿Por qué se lee tan poco?
–¿Por qué están tan mal las escuelas y la universidad pública en la Argentina? ¿Por qué hay tanta campaña a favor de la universidad privada? ¿Por qué los maestros tienen sueldos misérrimos y entonces se fatigan y corren desde la escuela para dar clases a tres, cuatro, diez niños o adolescentes que necesitan, para de ahí cobrar unos pesos más y terminar el mes? Por eso se lee poco. Y por algunas políticas editoriales, pero sería muy largo de desarrollar.
–Usted dice que ningún libro puede cambiar el mundo.
–Así es.
–¿Y la vida de un hombre?
–Sí, tal vez. Tal vez. Yo me encontré con un adolescente a la salida de una charla en una biblioteca pública y me dijo: “Leí La revolución es un sueño eterno y me cambió la vida”. ¿Y qué le iba a decir, que eso no es cierto? ¿Le iba a decir “no jodas”? (suspira) Miré para cualquier lado, le palmeé el hombro y me fui. A lo mejor el muchacho tenía razón.
–¿Y qué le produjo eso?
–Alegría. Me dije que sí, que soy un escritor olvidable, pero que ese libro, La revolución es un sueño eterno, sirve para algo. La escritura de ese libro sirvió apenas escuché a ese muchacho. Y bueno: eso me provocó alegría. La celebré con un whisky.
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