Sáb 28.06.2003

CULTURA

“Para mí la escritura es un vicio, una fechoría”

El mexicano Xavier Velasco habla del proceso de gestación de su novela “Diablo guardián”, áspero retrato de una prostituta, que ganó el Premio Alfaguara.

Por Angel Berlanga

Cuenta Xavier Velasco, el mexicano que con Diablo guardián ganó en febrero el premio Alfaguara, que para escribir esta novela tuvo que quemar las naves. Tres años atrás, y luego de una larga temporada como asignatura pendiente, la obtención de una beca “cedida por un amigo de la familia” le marcó que había llegado el momento de meterse de lleno a la escritura y de pegarle fuego a su carrera como publicista. “Uno debe estar a la altura de sus personajes”, dice Velasco, y la definición se ajusta a la actitud piromaníaca de los protagonistas, adictos a quemar las naves.
Diablo guardián transcurre por dos carriles narrativos que confluyen hacia el final. En uno de ellos Violetta, vía casetes grabados, le cuenta su historia a Pig, un narrador metido a publicista que tiene una asignatura pendiente: escribir una novela. Por el otro carril crece la historia de Pig. “Me preguntan qué préstamos de mi vida le hice a Pig y hay muchos, pero fueron para disimular todos los que le hice a Violetta”, cuenta Velasco. Violetta tiene una vida agitada: a los quince les roba más de cien mil dólares a sus padres –quienes a su vez los habían robado a la Cruz Roja– y huye sin papeles de México DF hacia Nueva York, en un viaje que incluye el triple de sexo, drogas y rock & roll, sobrecargado con traiciones, raterismo, prostitución y, especialmente, una horrible y sórdida soledad. Todo esto, eso sí, vivido con la frente alta y decisión para dar los sucesivos pasos. Velasco hace un notable trabajo con la voz de Violetta y su forma de contar, frases cortas y contundentes nutridas de términos puramente mexicanos, con dosificadas oraciones y giros en inglés, consigue una musicalidad que acompaña al personaje.
Velasco anda más cerca del estereotipo del rocker que del literato: desgarbado, pilcha informal y unas líneas en el rostro que remiten a Mick Jagger o Iggy Pop. Anda cansado y al tiempo feliz con las presentaciones del libro: viene de Lima, va para Rosario, luego irá a Montevideo. Velasco nació en San Angel en 1958 y hasta este premio era casi un desconocido. Había publicado, con escasa repercusión, un libro de ensayos sobre una banda de rock, una novela corta y crónicas marginales. “Trabajé mucho tiempo en publicidad. Pensaba que con alguna profesión lucrativa iba a poderme pagar el vicio de escribir, pero sentía que la escritura me rechazaba por no darle toda mi obsesión. Cuando se me terminó la beca ya no tuve cara para seguir pidiendo y me dediqué a endeudarme, a dejar que la tarjeta de crédito se saturara, a pedirle clemencia a mi casera. De pronto me di cuenta de que tenía que quemar todas las naves”, cuenta.
–¿La escritura es un vicio?
–Sí. Muchas veces quise ponerla en segundo plano y vivir una vida personal independiente de ella y nunca pude. Desde niño la vi también no sólo como vicio, sino un poco como fechoría. A veces uno manda artículos al periódico con la sensación de que algo va a estallar, y lo van a uno a correr por lo que escribió. Esa sensación de bomba de tiempo siempre me gustó. Y también es un oficio. Para escribir esta novela me pasé muchos años ensayando un ritmo para las palabras. Es un vicio perfeccionista, obsesivo. Y no sólo a la hora de escribir, porque uno también escribe cuando no tiene la pluma en la mano, mientras camina por la calle sigue escribiendo, hablando solo y metido en esto.
–Aunque en “Diablo guardián” los personajes son viciosos, tras el entusiasmo les sobreviene el desencanto. Pero Pig plantea el “vicio” de la escritura como una llave de redención.
–Sí, yo creo que pasa algo similar con Violetta: necesita enlodar su plumaje para poder volar. Algo similar sentí con la escritura. De niño fui muy protegido y sentí que tenía que aprender del mundo, que tenía muchas asignaturas por aprobar en la universidad de la vida. Creo en la mecánica que lleva a pudrirte para poder sanarte. Yo no sabía si la novela me iba a llevar a una suerte de redención. Sabía que tenía que quitarme de encima esa obsesión y hacer eso que sospechaba imposible. Cuando terminé la novela me sentí –es una expresión cursi– felizmente pobre. Porque ya no tenía dónde caerme muerto, no tenía un centavo, debía un demonial de dinero. A esta beca-préstamo la pensaba pagar con las regalías, pero vivir en un país latinoamericano y pretender pagar con regalías es como decir “te pago cuando me saque la lotería”: nunca.
–O cuando le dan un premio de éstos.
–Por eso digo que no es un premio: es un rescate. Porque para mí dejar la publicidad y entregarme a escribir era un poquito conquistar mi perdición. Dedicarme a lo que no me prometía nada. Con todos esos oficios que me habían prometido que me iban a enriquecer me pasó como a Violetta, que el dinero no se me calentaba en la bolsa, y no solamente no me enriquecía, sino que me dejaba cada vez peor.
–¿Quién fue su primer lector?
–Mi padre. Un juez terrible, y un lector muy voraz. Le gustó. Y en ese sentido, otro juez muy importante fue mi madre; lee poco, realmente no le interesa, pero se puso a leerla: estaba escandalizada. Me decía: “Es una asquerosidad todo lo que hace esta mujer”. “¿Y por qué la sigues leyendo?” “Porque está muy interesante.” Eso me estimuló mucho.
–¿Qué tienen en común la prostitución y la publicidad?
–Casi todo. En mi caso al menos. Tú escribes lo tuyo, pero el cliente dice “no, no me gusta esa palabra, cámbiala”. Y me daba cuenta de que era muy parecido al cliente que le dice a la prostituta “ahora voltéate para allá, ahora dime esto, ahora di cosas puercas”. En fin, todo lo que significa el proceso de escritura se negaba completamente en la publicidad. Pagaban para que uno bailara al son que tocaba otro.
–En un tramo de la historia, Violetta hace sede en una iglesia para su trabajo de prostituta. ¿Lo cuestionaron por eso?
–Hasta el momento no. Tengo que aceptar que es un poco decepcionante (se ríe). Creo que en México los curas leen poco y se los agradezco mucho.
–¿Qué le sumaron los lectores a su novela?
–La escribí a mano, y después conseguí una transcriptora. Pasó una cosa curiosa, porque gracias a este proceso de dictado pude tener el privilegio de ver la reacción del lector: veía a la transcriptora a través de un monitor. Era una mujer escuchando hablar a otra, y necesitaba saber cómo reaccionaba. Y un día la señora de la limpieza se acercó: “Oiga señorita, usted cómo ve a esta muchacha de la historia...” Y la transcriptora le dijo: “Pues es una cabroncita, ¿no?” Y la señora respondió: “Yo veo como que está mal de la cabeza, como enferma”. Me encantó, porque no decían “lo que se le ocurre a este desquiciado”. Estaban viendo a una mujer.

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