CULTURA
› ARIEL DORFMAN ROMPE EL SILENCIO EN BUENOS AIRES DESPUES DE 14 AÑOS
“Los muertos nos piden que los escuchemos”
Su última conferencia había sido en 1990. El jueves, en un evento de la revista Realidad Económica, de la que su padre fue presidente honorario, Dorfman adelantó su próximo libro, un encargo de National Geographic. La charla se llamó “Por qué es necesario que los economistas escuchen a los muertos”.
› Por Angel Berlanga
“He descubierto que uno hace las cosas por razones que va a descubrir después”, dijo. La última vez que Ariel Dorfman había hablado públicamente en Buenos Aires fue en noviembre de 1990, durante el Encuentro Iberoamericano de Escritores, y la ocasión y el escenario para romper ese tipo de silencio contienen una enorme carga de significados para él. El escritor chileno, nacido en Buenos Aires en 1942, radicado desde hace años en Estados Unidos (allí es profesor de Literatura en la Universidad de Duke), dio el jueves pasado una conferencia a la que tituló “Por qué es necesario que los economistas escuchen a los muertos”, un relato adelantado de su próximo libro, Memorias del desierto. A pesar de que no lo tenía previsto, Dorfman aceptó la invitación que le hizo el Instituto Argentino de Desarrollo Económico –que presentó el número 200 de su revista, Realidad económica– para hablar ante amigos, compañeros y lectores de su padre, Adolfo, ex presidente honorario de esa entidad, primer historiador de la industria argentina, fallecido en marzo del año pasado.
“Cuando me invitaron pensé que era un gran honor y un deber con el instituto que tanto amó mi papá, pero también me da un poco de tristeza, porque si estoy acá es porque él no está”, dijo Dorfman, que decidió que ese auditorio fuera el primer público en enterarse del contenido de su nueva obra, que aparecerá a fin de mes en Estados Unidos y a comienzos de marzo en España (todavía no hay fecha de publicación en la Argentina). “El libro contiene una serie de imágenes, experiencias, recuerdos y reflexiones que traje de un viaje que hice con mi mujer hace un año y medio por el desierto del norte de Chile, y tiene que ver con el tema de los muertos, los economistas y qué aprendemos de la historia, qué olvidamos y qué recordamos –contó–. Y tiene que ver con mi padre en el sentido de que él falleció el 19 de marzo pasado, y siempre he pensado que lo hizo cuando empezó la guerra con Irak porque dijo ‘basta, no quiero ver esto’. La última vez que conversé largamente con él fue precisamente cuando volví de ese viaje. Cuando vine a verlo en marzo, antes de que falleciera, ya traía el manuscrito. Pero nunca alcanzó a leerlo.”
El libro surgió por un encargo de National Geographic. Dorfman contó que estaba en su casa tranquilo, pensando en su próxima novela u obra de teatro, cuando sonó el teléfono y le ofrecieron que escribiera sobre el lugar que se le diera la gana. Decidió hacer un viaje por distintos lugares de Chile que remitieran a orígenes, y así anduvo por Monteverde, “un asentamiento de 13.500 años, el más viejo de América”, por el observatorio de Cerro de las Campanas, “para mirar el origen del universo”, por Arica, donde vio las momias más antiguas del mundo, por asentamientos indios cubiertos por arena. “Pero lo que más me interesaba de los orígenes era que de alguna manera en el desierto, debido al descubrimiento y la explotación del nitrato –explicó–, durante más de 50 años, a partir de la década de 1860 se dio en Chile uno de los primeros enclaves de la modernidad, uno de los primeros lugares del mundo donde el capitalismo en todo su esplendor, progresismo y horror, demostró lo que es capaz de hacer en un país lejano, colonial o latinoamericano. Ahí están los orígenes del Chile contemporáneo. Y yo esperaba encontrar allá, en el desierto, la respuesta al enigma central de América latina: cómo es posible que en medio de tanta abundancia material, y de tanta maravilla humana, de capacidad y de talento, de imaginación, haya tanta miseria, frustración y destrucción en nuestros pueblos.”
Y entonces Dorfman contó la extraordinaria historia de cómo en 15 o 20 años en el desierto de Atacama, “donde no se atrevía a caminar un escorpión”, se levantaron más de 300 pueblos para que algunos empresarios capitalistas (sobre todo ingleses, sobre todo John North) explotaran los yacimientos de nitrato, un fertilizante que allí se da naturalmente (como en ninguna otra parte del mundo), para exportarlo durante el apogeo de la revolución industrial a Estados Unidos y a Europa. Más de medio siglo con una opulencia de palacios y veleros y banquetes fastuosos, y también de corrientes inmigratorias provenientes de todo el mundo, de explotación a los trabajadores y, luego, de organización sindical, la primera en Latinoamérica; no casualmente, destacó, los partidos de izquierda se originaron en el norte de Chile. “Allí se engendró todo, lo peor y lo mejor: la desigualdad y la miseria, y lo que me había dado la esperanza, de joven, de que la injusticia sí puede superarse”, señaló Dorfman, estrecho colaborador en los ‘70 de Salvador Allende. Cuando como consecuencia de la Primera Guerra Mundial en los laboratorios alemanes se inventó el nitrato sintético, comenzó el derrumbe. Con los años, hoy, en muchos de aquellos lugares el desierto volvió a ser el desierto. Pero aunque los capitalistas se fueron, explicó, los trabajadores se quedaron: “Todas las personas con las que conversé odiaban la explotación que habían sufrido sus padres y sus abuelos, y a la vez amaban el desierto. Tenían una necesidad de mantener ahí una tradición de memoria y recuerdo de ese lugar. El desierto es un lugar inmisericorde, pero también de mucha solidaridad; como ustedes bien saben, cuando uno pasa por desiertos económicos, la solidaridad aparece”.
Uno de aquellos pueblos, Oficina Alemania, es el que eligió Dorfman como ejemplo para contar lo sucedido. Fundado en 1905, allí habían vivido tres o cuatro mil personas. “Miré alrededor y no había absolutamente nada. Nada. Ni la cáscara de una choza abandonada –contó–. Ni agua. Viento y arena. Y al otro lado del camino había un cementerio. La pregunta es la siguiente: ¿qué piden esos muertos? Aquí me inspiro en el gran escritor británico John Berger, que en una de sus novelas le hace decir a un personaje que los muertos podrán descansar cuando los vivos sepan de verdad lo que sufrieron. Recién entonces podrán descansar y habrá paz entre los vivos. Los muertos del desierto piden que no olvidemos; los olvidos personales son casi inevitables, pero no los históricos. Yo creo que nos piden que no se repita la experiencia. Se podría decir que ahí hay una especie de imagen fundamental de lo que es América latina: un lugar destinado a ser un pueblo fantasma, a menos que nosotros controlemos nuestro propio destino.”
Sobre el final, Dorfman contó que cuando murió su padre supo que no podría despedirse de él en ese momento. El 5 de febrero donará la biblioteca paterna al Centro Cultural de la Cooperación y entonces, si esto fuera posible, sus palabras serán un poco una despedida. “Tengo que decir un par de cosas, porque tengo una cosa muy personal con esa biblioteca. Yo no sabía que esta vez había venido a Buenos Aires para esto. Lo descubrí. Lo fui descubriendo.”
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