CULTURA
› EL HISTORIADOR RICARDO PIGNA Y LOS MITOS DE LA ARGENTINA
“No hay que subestimar a la gente”
El columnista radial y profesor del Pellegrini reivindica su estilo mediático y critica a quienes “confunden divulgar con vulgarizar”.
Por Angel Berlanga
En los últimos años, Felipe Pigna, su nombre, su tarea, fueron ocupando espacio en los medios de comunicación. Este profesor de historia del colegio Carlos Pellegrini, autor de trece videos sobre el período 1776-2001, ex compañero radial y televisivo de Pacho O’Donnell e Ignacio García Hamilton y actual protagonista de un micro en Radio Mitre, asegura que su papel de divulgador deriva en que algunos colegas lo acusen de “vulgarizar la historia”. El gran desafío del historiador, dice, es llegar a la gente. “Gente” es una palabra que repetirá en la entrevista: Pigna acaba de publicar su cuarto libro, Los mitos de la historia argentina. El recorrido parte de Colón, a lo largo de trece capítulos –centrados en Pedro de Mendoza, las invasiones inglesas, la Revolución de Mayo, Liniers, Belgrano, Mariano Moreno, etc.–, desemboca en 1820 y queda a punto para una segunda parte que tal vez tenga tercera. Pigna reivindica el lenguaje “común y mediático, para que la gente incorpore conceptos que sólo encontraría en libros difíciles”. Esto puede observarse en subtítulos que remiten a canciones, refranes e incluso nombres de programas de TV.
–¿Qué se propuso con el libro?
–Es una visión desde el hoy de lo que nos pasó en la historia. Mito no es sinónimo de mentira: es una construcción a partir de un hecho cierto, una interpretación política determinada. Todo lo que se dice sobre la Revolución de Mayo en general es cierto, pero lo que tal vez falte es un complemento interpretativo que le dé sentido a eso en el presente. Había vendedores ambulantes, aguateros, el sello a fuego que venimos dibujando desde la primaria; lo que falta decir es que eso era un reflejo de una sociedad en la que había una enorme cantidad de desocupados y cuentapropistas. A mí me sigue preocupando que la Revolución de Mayo sea un acto escolar por sobre un acto político y económico. Subyace un intento del poder por infantilizar la historia en un hecho fundacional, en el que empieza a debatirse si este será un país progresista o conservador.
–¿El énfasis estaría puesto más en esas “reinterpretaciones” que en el relato de sucesos no contados?
–No pretendo sorprender. Mi pretensión es aportar a esa reinterpretación y decirle a la gente que la historia debe ser pensada, analizada e internalizada como un elemento vital para, por ejemplo, leer el diario. La historia es un arma preciosa, y la gente que la prueba no la deja.
–¿Por qué sostiene que hay un mayor interés por la historia?
–Lo comprobé: viajo bastante por el interior, dando cursos, y el común de la gente, en la medida en que la dejen y tenga tiempo, se interesa. No es un fenómeno de masas, pero desde la crisis de 2001 hay un interés más importante: la gente empezó a preguntarse por qué estamos como estamos, y a encontrar algunas respuestas en el pasado.
–¿Qué cambió esa crisis para un historiador?
–Fue el final de una etapa terrible que empezó con la dictadura, con la implantación de un modelo de acumulación financiera. Fue la comprobación lastimosa de que la continuidad histórica explica los procesos. La similitud entre esa crisis y la de 1890 es absoluta: en ambos casos se trató de un país sin burguesía nacional, sin inversión industrial, con la clase más pudiente divorciada de los sectores populares, porque su renta no dependía de la producción y el consumo sino de la especulación. Yo creo que uno avisó que esto explotaba como pudo, en los ámbitos que tenía para difundir sus ideas. Pero estábamos ante una sociedad muy sorda, todavía muy pegada a los “privilegios” del 1 a 1, en la que la derecha operó muy bien, con planteos del tipo “no vamos a tener cartuchos de impresoras ni remedios”. Por otro lado, creo que como intelectual, además de desarrollar la profesión y gozarla, uno debe ofrecer sus conocimientos a la gente. Y me preocupa muchísimo el divorcio que hay entre lo académico y la gente.
–¿A qué se refiere?
–Hablo particularmente del cuerpo docente de la carrera de Historia, donde hay nichos de sospechosos estudios de microhistoria, con becas propuestas para el Conicet: las nodrizas de Buenos Aires en el siglo XIX, por ejemplo. Si en esos organismos de financiamiento de becas se propusieran historias argentinas más globales serían rechazadas. Los académicos deberían estar más en contacto con la realidad cotidiana. José Nun me parece un ejemplo excelente de intelectual conectado con lo que pasa. Hay otros que cuando aparecen lo hacen para defender el sistema.
–Usted dice que los historiadores tienen intenciones políticas e ideológicas. ¿Cuáles son las suyas?
–Creo que pertenezco a la generación del ‘70, aprendí mucho con esa generación. Me quedó la idea de pretender mejorar la sociedad. “Mejorar” pertenece al lenguaje del siglo XXI; “cambiar” suena hoy pretencioso. A quienes pasamos por la militancia nos quedó una preocupación por lo social, por cómo están los argentinos, por la patria, una palabra que a mí me gusta, a la que hay que recuperar, porque la derecha se la apropió. Yo pretendo que la gente se haga cargo de su historia, que está cargada de cosas muy positivas y heroicas y otras muy negativas. Está faltando una identidad nacional bien entendida: tenemos facilidad para denostar al país, nos avergonzamos de nuestra identidad, seguramente debido a los malos gobiernos. Tampoco es que compre una licuación de argentinidad: yo no tengo nada en común con Bulgheroni o con Pérez Companc.
–Gracias a sus múltiples apariciones en los medios, usted fue ganando fama. ¿Qué le suma y qué le resta eso a su profesión?
–Lo mediático suma, por un lado, para que la historia llegue a más gente. En lo personal me hace más conocido y me permite un desarrollo profesional más armónico. Me encanta que la gente me pare por la calle, pero no por una cuestión de ego, sino porque uno siempre aprende algo. Y lo que resta... es el desprecio de los académicos. O tal vez no, porque lo acepto como un desafío. Entienden que lo mediático vulgariza y están totalmente equivocados: subestiman a la gente, que tiene un nivel de exigencia muy alto. Tengo muy buena relación con muchos académicos, pero otros se sienten ofendidos o envidiosos, no sé, y critican en general la divulgación histórica. El catalán Josep Fontana, uno de los más grandes historiadores en este momento, sostiene que si la historia no sirve para sacarla del aula universitaria no sirve para nada.
–Difícil creer que haya académicos en contra de la divulgación.
–Hay gente en contra. Creen que para divulgar hay que bajar el nivel y yo creo que hay que elevarlo, y en todo caso bajar el vocabulario y no hablar con tecnicismos. El nivel debe ser el de una clase en la facultad. Algunos creen que uno usurpa espacios porque traslada al común de la gente cosas reservadas a círculos áulicos. Para mí se equivocan horriblemente. Por supuesto que están todos invitados a la divulgación; afortunadamente los medios consultan a los historiadores como nunca, pero si lo que ellos transmiten a la gente no le interesa... Está claro que los más grandes historiadores de nuestro país fueron también grandes divulgadores.