CULTURA
› JORGE SEMPRUN, GANADOR DEL PREMIO J. M. LARA CON SU NOVELA “VEINTE AÑOS Y UN DIA”
“Escribo porque soy un testigo directo del horror”
Es español, pero tras la Guerra Civil debió exiliarse con su familia republicana en Francia. Formó parte de la Resistencia y eso le costó ser capturado y trasladado al campo de Buchenwald cuando tenía 19 años. Hoy, a los 80, Jorge Semprún sigue escribiendo y dejando constancia de lo vivido.
› Por Silvina Friera
A los 80 años, Jorge Semprún confiesa que no esperaba ganar el premio José Manuel Lara por la novela Veinte años y un día, un libro singular, que marca el regreso a su idioma materno –el español–, después de haber construido la mayor parte de su narrativa en francés. “Es muy grato y emocionante porque a esta altura de mi vida no esperaba vivir una experiencia de este tipo –aclara–. Me siento como un escritor joven al que le acaban de dar un enorme incentivo para seguir escribiendo”, admite, con una proverbial humildad, en la entrevista telefónica con Página/12. Los 150.000 euros del galardón estarán destinados a la promoción de la novela, publicada por la editorial Tusquets. La historia comienza el 18 de julio de 1936, en una finca de Quismondo (Toledo). Los campesinos alzados en armas asesinan a José María Avendaño, uno de los propietarios. Desde entonces, en cada aniversario de esa muerte, los familiares y los asesinos representan la ejecución como si fuera una ceremonia expiatoria, macabra y cruel, que mantiene vivo el recuerdo de aquel crimen. Pero en 1956, veinte años después, se decide hacer la última conmemoración, con algunos invitados especiales: un hispanista norteamericano –amigo de Hemingway–, azorado por la extraña costumbre de los Avendaño, y un comisario de la Brigada Político Social del franquismo, que persigue a un tal Federico Sánchez, un militante comunista clandestino, una especie de Semprún en las sombras.
Veinte años y un día es una tragedia moderna de sangre, amor y muerte, que despliega una trama enigmática y envolvente, en donde los sucesos y los recuerdos de los protagonistas se anudan como fragmentos de una memoria inagotable. Semprún explica por qué en esta novela uno de los personajes, la perturbadora viuda, Mercedes Pombo, evoca Caminito y Cabecita loca (dice que “esos tangos forman parte del repertorio mundial de la nostalgia”). “En mi casa, mi madre solía escuchar tangos y ésa era la música de fondo de mi infancia. Todavía hoy, cuando estoy solo, canto alguna de esas canciones, pero lo hago muy mal y desafino, aunque no molesto a nadie”, dice el escritor. ¿Para qué inventar cuando se ha tenido una vida tan novelesca en la cual hay materia narrativa infinita? La materia vital de Semprún siempre se filtra, con mayor o menor intensidad, en su trabajo literario, aspecto que lo ha convertido en uno de los memorialistas más leídos en los últimos años. Su biografía es de película, una road movie española del siglo XX.
Al final de la Guerra Civil Española, su familia (burguesa y católica, pero liberal y republicana) se exilió en Francia, y Semprún, que pronto ingresó a la Resistencia francesa bajo la ocupación alemana, fue detenido y trasladado al campo de concentración en Buchenwald, cuando apenas tenía 19 años, en 1943. Tras su liberación, Semprún inició una intensa actividad clandestina como miembro del Partido Comunista español –con el nombre de guerra de Federico Sánchez–, hasta que fue expulsado por disidencias con la línea doctrinaria impuesta por la Pasionaria y Santiago Carrillo en 1964. Pero sus avatares políticos no concluyen con la expulsión. En 1988, Semprún regresó a España para ocupar el cargo de ministro de Cultura del gobierno de Felipe González. Esta experiencia política, que se prolongó hasta 1991, derivó en un libro, Federico Sánchez se despide de ustedes, en el que Semprún-Sánchez fustiga la política entendida como espacio de poder, y no como vocación de servicio. Bunchewald, centro del horror y escena primitiva de su vida –según palabras del propio escritor– fue el punto de partida de varios de sus libros, como El largo viaje, Viviré con su nombre, moriré con el mío, Aquel domingo y La escritura y la vida.
–Usted señaló que la historia de Veinte años y un día sólo la podía contar un español, y que el hecho de escribirla había sido una decisión visceral. ¿Por qué?
–He escrito casi toda mi obra en francés y sólo dos libros en castellano, en los que prevalecía mi experiencia política como militante del Partido Comunista, el debate y la polémica, pero no la literatura. Lo que ocurre es que Domingo Dominguín, la persona que me contó la historia siniestra de una familia que montaba esa singular representación teatral de la ejecución, lo hizo de un modo tan cautivante, que por los detalles del paisaje, por los olores y por la bebida, ese relato no podía ser escrito en otra lengua que no fuera el castellano. En este sentido fue visceral. Algunos de mis libros fueron cambiando de piel: del español al francés o viceversa, pero en esta novela el impulso de escribirla en español fue constante.
–¿La escritura y la literatura fueron el modo de reavivar la memoria?
–En cierto sentido sí. La literatura reaviva la memoria porque es importante escribir desde la propia experiencia. Pero el mismo hecho de escribir fue un modo de apaciguar la memoria. Un tema que por cierto me preocupa es que cada vez vamos quedando menos testigos directos que estuvimos en campos de concentración, y aunque en los últimos tiempos aumentaron los estudios de carácter histórico, filosófico o sociológico, los que todavía podemos hacerlo, porque gozamos de la salud y la lucidez, deberíamos plantearnos el desafío de dejar un legado más elaborado. En épocas de dictadura y opresión, una de las tendencias que triunfa es la de provocar el olvido y la autocensura en las víctimas.
–¿Cómo se resuelve la tensión entre la amnesia colectiva y el exceso de la memoria?
–No sé cómo ha funcionado en otras sociedades, pero puedo transmitirlo desde lo que sucedió con la transición democrática española. Una de las ideas que sustentaron la transición fue la amnistía a los dirigentes del régimen franquista, por lo tanto en una primera instancia fue necesaria la amnesia o el olvido voluntario para domesticar la memoria. En España éste fue un movimiento casi espontáneo que bajo estos argumentos se proponía consolidar el proceso democrático, que al fin y al cabo salió airoso, incluso después de los atentados del 11 de marzo en Madrid, gracias a la movilización ciudadana. La democracia hizo literaria la recuperación de la memoria, las persecuciones y las opresiones, pero el carácter de esta memoria es sólo reivindicativo, opera desde lo simbólico. Es una memoria más sociológica y operativa.
–Si en su vida hay muchas novelas por contar, ¿cuál es la que todavía no escribió?
–La experiencia de los campos de concentración siempre se puede volver a contar de múltiples maneras, y creo que ya lo hice en varios de mis libros. Pero lo que todavía no supe cómo escribir es acerca de mi militancia comunista en la clandestinidad durante 10 años, pero no desde una óptica política sino pensando en cómo era la vida cotidiana de alguien que tenía varios nombres de guerra, porque eso está poco dicho y escrito. Muchas veces me he preguntado por qué no pude hacerlo y creo que después de mi expulsión del Partido Comunista la urgencia de la clarificación política se impuso y postergó otros temas.
–Durante muchos años, al sobreviviente del campo de concentración se lo torturó con la idea de la culpabilidad: con la sospecha de que si estaba vivo es porque otros murieron en su lugar. ¿Está cambiando esta imposición?
–Cada vez somos menos y por eso ahora no están tan empeñados en hacernos sentir culpables, que era una forma de ejercer sobre nosotros el terrorismo intelectual. Yo nunca tuve ese sentimiento porque comprendí que salvarte dependía de la suerte y la casualidad: una ficha de electricista podía salvarte porque ese oficio era indispensable para el funcionamiento del campo. La presión social hacia el sobreviviente ha disminuido notoriamente; somos tan pocos, que nadie se ocupa de nosotros.
–En su discurso en la Universidad de Tel Aviv usted recordó, citando a Aristóteles, que “los hombres se ven cegados por la evidencia de los hechos como los murciélagos por el resplandor diurno”. ¿Esto es aplicable a lo que ocurre en los campos de concentración?
–Sí, claro. La verdad es tan cegadora en un campo de concentración, que los hombres allí confinados prefieren la oscuridad de la anormalidad, porque era lo único que les permitía poder seguir viviendo en la mentira, en la debilidad, en la confusión y en la promiscuidad. En un lugar donde hay más de 40.000 personas, no hay un minuto de tu vida que esté fuera del alcance de la mirada de los otros. La vida privada resultaba imposible, y lo más insoportable era la sensación de hambre y sueño permanente.
–¿Piensa que la literatura se encargará de recordar el horror de los campos de concentración?
–Me temo que no. Dentro de algunos años, no habrá testigos, ni memoria directa viva, elaborada o en bruto, que recuerde la experiencia de los campos de concentración. Me preocupa que los jóvenes novelistas no quieran meterse con esta historia, porque sólo la literatura puede transmitir la memoria viva. Los campos de concentración del siglo XX se transformarán en una especie de guerra de Troya legendaria.