Dom 04.07.2004

CULTURA  › EL BOOM DE LOS LIBROS DE HISTORIA Y EL DEBATE SOBRE LOS ALCANCES DE LA DIVULGACION

El pasado se volvió atractivo para los lectores

Felipe Pigna, Pacho O’Donnell, Ema Cibotti, José Ignacio García Hamilton y Luis Alberto Romero analizan, con opiniones a veces encontradas, el fenómeno de los libros de divulgación histórica, que siguen arriba en las listas de mejor vendidos. El nuevo rol de los historiadores, cada vez más presentes en los medios de comunicación. ¿Es posible leer el pasado en clave actual?

› Por Silvina Friera

El llamado “padre de la historia”, Heródoto, acopió materiales y les dio una relativa unidad, al englobarlos alrededor de la lucha de Grecia contra los bárbaros, a través de los nueve libros que integran su magna historia. Pretendía que los sucesos de los hombres no fueran borrados por el tiempo, que las zonas oscuras o inciertas se iluminaran para clarificar los hechos. Pero acontecimientos y nombres se escurren, se extravían, se silencian o se los distorsiona. Hace más de 15 semanas que Los mitos de la historia argentina, de Felipe Pigna, está en el primer lugar entre los libros más vendidos en no ficción. Le muerde los talones Los héroes malditos, de Pacho O’Donnell, que se publicó a principio de este mes. Estos libros –con títulos que conforman una tríada tan atractiva como es mitos-héroes-malditos– son la punta del iceberg de una etapa en la que los libros de historia están rompiendo las murallas de la academia para ampliar los horizontes de recepción. La historiadora Ema Cibotti, autora de Sin espejismos, dice que este interés no es nuevo ni reciente. “Recuerdo el impacto público y de ventas que tuvo Soy Roca, de Félix Luna, al principio de la década del ’90. El planteo de Luna, aun con las diferencias que tengo desde el punto de vista interpretativo, me parece muy sugerente e interesante, es toda una invitación a pensar con rigor el problema de la divulgación”, señala Cibotti en diálogo con Página/12.
“El marketing multiplica las ventas del autor si es muy visible en los medios, o porque escribe en la prensa o porque tiene una participación en programas de radio y televisión –ejemplifica Cibotti–. La frecuencia de exposición pública genera una diferencia cualitativa en el nivel de ventas, y particularmente creo que quien descubrió esa correlación es Luna, que tuvo durante años intervenciones públicas habituales en la prensa gráfica.” Luis Alberto Romero observa que siempre existió un interés por la historia. “Félix Luna escribió algunos muy buenos libros de historia, como El 45, y una cantidad de obras de divulgación de excelente calidad, a partir de un conocimiento íntimo de la producción historiográfica”, subraya Romero. “Hoy las cosas son distintas: hay un mayor desarrollo de la capacidad de los medios y una reducción en la capacidad lectora del público. En función de eso se ha constituido un aparato de producción, que alguna vez caractericé como ‘mercaderes de la historia’, que utiliza las técnicas del marketing y escribe lo que el público está dispuesto a consumir. En ese sentido, y a falta de otros méritos historiográficos o literarios, estos productos son un excelente testimonio de lo que hoy es el sentido común respecto del pasado.”
“El fenómeno actual puede responder a que nuestra historia escolar está llena de elementos mitológicos, próceres solamente virtuosos que al morir detienen los relojes, algo que la gente madura ya no acepta”, plantea José Ignacio García Hamilton, autor de Simón. Por eso, considera que la divulgación de la historia es positiva, pues “pone los conocimientos a disposición de un número mayor de gente y es un primer paso para la promoción y elevación cultural”. En cambio, Cibotti opina que la divulgación es un ejercicio intelectual que, como cualquier otro, se puede desarrollar bien o mal. “Cuando se hace bien, permite no sólo la información pública de lo que pasa en el plano de la investigación histórica académica, sino también enriquece las herramientas didácticas de la historia escolar. Cuando se hace mal, afecta estas dos dimensiones. Creo que estos tres perfiles profesionales: investigación, docencia y divulgación se potencian entre sí. El modelo que me ha servido de motor para mis propias búsquedas y realizaciones es el que he visto en Canadá, sobre todo en Québec. La divulgación científica tiene en los centros de investigación y en las universidades del país del norte un lugar tan destacado como la investigación y la docencia. No pierdo la esperanza de que algún día podamos discutir en nuestras universidades qué modelo de transmisión y comunicación del conocimiento histórico es posible desarrollar de cara a un público de masas, cada vez más segmentado, heterogéneo y más empobrecido.”
“La historiografía siempre se beneficia con la divulgación histórica, puesto que, en última instancia, los historiadores escriben para la sociedad. Pero en el caso de estos ‘mercaderes de la historia’, el problema es que no son divulgadores históricos. La divulgación histórica, como cualquier otra, requiere de un conocimiento bastante preciso de la ciencia que se ha de divulgar, y no es el caso. Estos libros son más bien expresiones de sentimientos acerca del pasado, quizás equiparables a los autores de romances o epopeyas”, sostiene Romero. El autor de Latinoamérica, las ciudades y las ideas advierte que lo que hacen los autores de esos libros no tiene que ver con la historia como conocimiento. “En ese sentido, sus obras carecen de la legitimidad que quieren atribuirse por una relación muy libre con el saber histórico: bibliografía mal conocida o mal leída, uso libre del saber acumulado, utilización caprichosa de las fuentes. Sobre todo, tienen la idea de que el pasado es igual al presente y que problemas o consignas del presente pueden ser trasladadas libremente al pasado. En realidad, lo esencial de nuestro oficio de historiadores es saber entender que el pasado es distinto: lo son sus protagonistas, sus problemas, sus claves de interpretación. Un historiador se asemeja a un antropólogo tratando de entender una cultura ajena”, afirma Romero. “Estos autores, en cambio, escriben trasladando al pasado lo que está en el sentido común de sus lectores. Si hoy la corrupción es un problema, veamos la historia en clave de corrupción: el Estado y los intereses en la época de la Primera Junta o en la de Menem son iguales; un absurdo para un historiador. Si durante la última dictadura se arrojaban cadáveres al mar, pues veamos dónde encontramos un cadáver arrojado al mar, como el de Mariano Moreno. Cualquiera sabe que, hasta que se inventan las heladeras, lo único que se puede hacer con un muerto a bordo es arrojarlo al mar. No se trata simplemente de un detalle trivial: revela el uso mercantil del sentido común proyectado al pasado”, cuestiona Romero. “Lo más grotesco es la pretensión de revelar una historia desconocida, oculta por el poder o los poderosos. Tras esas declaraciones contundentes, sólo hay finalmente cuestiones a la vez triviales y ampliamente tratadas por los historiadores. Todos esos recursos le permiten al escritor mercantil colocarse a sí mismo en la posición de héroe revelador, una suerte de Prometeo que acerca a los hombres el saber.”
El libro de Pigna, según Cibo-
tti, obliga a otra reflexión. “El ejercita la docencia y desde hace muchos años, con un equipo institucional del colegio Carlos Pellegrini, dirige un emprendimiento original y pionero de divulgación audiovisual. Sin embargo, el libro sobre Los mitos de la historia argentina abandona la pluralidad de voces y tensiones interpretativas que animan los videos de historia, para congelar una visión curiosamente semejante a la de (Jorge) Lanata, aunque fundamentada con mayor ambición. Pigna recurre a la frase del novelista George Orwell: ‘Quien controla el pasado controla el futuro, quien controla el presente controla el pasado’, para contraatacar los mitos forjados por la historia oficial. El autor promete una audaz y crítica revisión histórica que supone nos implica a todos. Pero no cumple. Al anclar los problemas argentinos actuales en un pasado remoto nos permite experimentar la ilusión de no ser responsables de lo que pasa. Según él, la corrupción actual se origina en el siglo XVII y el Estado cooptado por los grupos económicos para hacer negocios se presenta tempranamente ya en la colonia. Imposible implicarnos con algo que se reitera desde hace más de 250 años;el pasado nos consuela y mientras más se aleje del presente, mejor justificación”, esgrime la historiadora.
La democratización del saber histórico, sostiene Romero, es muy importante, pero el entretenimiento es sólo uno de los caminos y no el principal. “Hay una exigencia que viene de la disciplina histórica: no tergiversar, no hacer concesiones al sentido común, no olvidar que el pasado es una materia compleja, cuya comprensión exige un trabajo. Mejorar la comprensión del lector medio y no sumirlo en la modorra. Ya hay mucha televisión dedicada a eso.” Cibotti comenta que en sus espacios radiales siempre ha articulado la investigación histórica con la educación. “Se puede discutir con los lectores, oyentes y asistentes, las cuestiones que se debaten en el mundo académico –sugiere–. El problema es que para hacerlo bien hay que interiorizarse de las formas de la comunicación mediática porque el público está totalmente configurado por éstas; estudiar hasta dominar esos lenguajes es fundamental. Se cree con gran ingenuidad que la publicación de las tesis basta y sobra para llevar la palabra académica al gran público. Definitivamente no alcanza. Si no llevamos también a los medios de comunicación nuestro mensaje, es decir, nuestro conocimiento, no lo hará nadie o se hará mal.”

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