CULTURA
El camino de los cuadros que se robaron los nazis
El periodista e historiador Héctor Feliciano habla de su libro El museo desaparecido, que detalla la confiscación de obras de arte ordenada por Hitler y los recorridos que siguieron miles de piezas tras la guerra.
Por Angel Berlanga
El portorriqueño Héctor Feliciano dirá casi al final que lo suyo, ponerse a investigar qué pasó con las obras de arte robadas sistemática o azarosamente por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, tuvo un toque quijotesco. Arrancó con el asunto en 1989 y ocho años después publicó, en francés y en inglés, El museo desaparecido, un libro que ahora, corregido, aumentado y en castellano, acaba de publicarse aquí. Es que el tema con el que se metió este periodista e historiador de arte, ex corresponsal del Washington Post y de Los Angeles Times, actual maestro de investigación cultural en la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, acaso resulte inagotable, porque involucra a museos, gobiernos, marchantes y coleccionistas, y cuestiona la propiedad y el destino de decenas de miles de cuadros hechos por unos señores de apellido Picasso, Matisse, Cézanne, Goya, Monet y siguen las firmas. Desde que se publicó este libro, más de dos mil obras cambiaron de manos y los Wildenstein, una célebre familia de marchantes que había sido escrachada en este texto por sus contactos durante la guerra con los nazis, perdieron las tres instancias del juicio por difamación que iniciaron contra él en Francia.
Por lo que cuenta Feliciano en un hotel de Recoleta, la condición de inagotable bien podría certificarse en esta misma ciudad: “Hay que recordar que la Argentina le declaró la guerra al Eje recién en mayo del ‘45, como para no equivocarse”, apunta, irónico. “Durante seis años hubo comercio, y eso implica muchas cosas. Existió lo que se llamaba ‘triangulación’: obras de arte que venían en barco desde Europa y eran bajadas en Buenos Aires, para que una semana más tarde fueran reembarcadas hacia Nueva York, donde declaraban que venían desde aquí. Yo vi informes de aduana americanos en los que ellos ya sabían que la procedencia real era Europa, y aquí corroboré la maniobra con personas de esa época.” Aunque Feliciano aclara que nunca trabajó a fondo sobre la conexión argentina, no sería extraño que aparezcan novedades, porque es la tercera vez en menos de un año que viene a esta ciudad, con la que se declara “encantado” por horarios, comidas, arquitectura e hiperactividad cultural.
–¿Hitler estaba obsesionado con alguna obra de arte en especial?
–Sí, hay una obra que a él lo atrajo especialmente. A Hitler le interesaba mucho el arte: en Mein Kampf dice que se consideraba artista, y cuando era joven intentó ingresar dos veces a la Escuela de Bellas Artes. El Führer codiciaba El astrónomo, de Vermeer, porque es un pintor holandés, por lo tanto considerado germano, lo que contribuía a la ideología nazi de la “superioridad del arte y la cultura alemana”. Como Hitler ya tenía en el museo de Frankfurt El geógrafo, otro Vermeer, quería tener “la parejita”, porque estos dos cuadros están muy vinculados desde sus orígenes. Cuando los nazis ocupan París, en junio de 1940, inmediatamente comienzan a buscarla; la encuentran cuatro o cinco meses después y la llevan a Alemania. El quería que su colección privada se convirtiera en el núcleo de un museo de arte europeo que pensaba construir en Linz, con la idea de “demostrar” que la cúspide del arte era germana.
–¿Dónde dispuso Hitler que se ubicaran los obras confiscadas?
–El tenía muchas en su oficina de Munich, y otras en Berlín. A la vez tenía depósitos con obras de arte por toda Alemania; uno de ellos era el castillo de Luis II, en Baviera. Cuando escribe su testamento, antes de suicidarse, de la única propiedad de la que habla es de su colección de arte, que lega al Estado alemán. Para él es lo más importante. Eso define la confiscación de obras durante la guerra: es el único dictador al que le interesa realmente el arte. Mientras Stalin aplicó el criterio “nos llevamos todo lo que podemos”, Hitler escogía qué llevarse. Picasso, Matisse o Modigliani, por ejemplo, no le interesaban: lo que estos pintores hacían, para él, era “arte degenerado”. Los cuadros de estos autores, de todas formas, también se confiscaban: razones económicas.
–Por la nebulosa en la que entraron muchas piezas luego de la guerra, y por los hallazgos que describe en su libro, habrá tocado intereses de museos, marchantes y galeristas. ¿Lo amenazaron con muchas demandas?
–El proceso por la demanda con los Wildenstein duró cinco años. Todo fue muy engorroso, costoso, pero había que lucharla: me estaban exigiendo un millón de dólares, y censura previa. Siempre hay amenazas de demandas, pero uno tiene que hacerse la vista larga, porque si no te vuelves paranoico, y si te vuelves paranoico te crees muy importante.
–¿Por qué se metió de lleno con este tema?
–Fue un tema que no escogí: él me agarró a mí, para toda la vida. No fue racional; me fui metiendo por curiosidad. Quizás hubo algún toque medio quijotesco: conocí varias personas que lo habían perdido todo durante la guerra, viejitas, por ejemplo. Uno decía: “Yo te voy a encontrar este cuadro que se te perdió”. Y me daba cuenta de que no era sólo el dinero: el cuadro les traía del pasado todo lo vinculado al arte. Porque el arte no es un par de zapatos. Un cuadro es muchas cosas.
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