Sáb 28.08.2004

CULTURA  › ENTREVISTA A ISIDORO BLAISTEN, QUE CON “VOCES EN LA NOCHE” DEBUTA COMO NOVELISTA

“Yo era un burro, repetí primer grado inferior”

Es uno de los escritores de cuentos más prestigiosos de la Argentina, pero recién ahora publica una novela. Pertenece al linaje de los escritores con mucha calle, siempre listos para anotar en sus libretas frases sueltas captadas al azar. Voces en la noche narra la historia de un vendedor de camisones de una ciudad no identificada al que el destino pone a prueba: debe salvar a la literatura de un enemigo misterioso.

› Por Silvina Friera

Isidoro Blaisten dice que “las palabras que elegimos nos hacen transparentes”, y el encanto de esa transparencia lo despliega durante la entrevista con Página/12. “El cuentista es como el mujeriego: así como éste ve a una mujer y sólo piensa en llevársela a la cama, el cuentista percibe una situación y sólo piensa en convertirla en un cuento.” El escritor, un maestro a la hora de capturar lo coloquial –se divierte anotando en una libretita las frases que escucha en un bar, en la radio o en la televisión–, habla sin rodeos lingüísticos: rechaza la solemnidad y la “oscuridad al divino botón”. No es de los que se regodea con la cita culta para pertenecer al clan de la intelectualidad críptica. Repite una frase de Nietzsche sólo para darle la razón: “Hay escritores que enturbian las aguas para que parezcan más profundas”. Es uno de los mejores cuentistas argentinos, miembro de la Academia Argentina de Letras desde marzo del 2001 y acaba de publicar su primera novela, Voces en la noche, por Seix Barral. “Estoy buscando una profesora nativa de latín”, bromea este autodidacta nacido en Concordia, pero porteño por adopción.
Antes de dedicarse sin culpas a la literatura, Isidoro trabajó como fotógrafo, redactor publicitario, periodista y librero. Cumplió el sueño de todo escritor: durante siete años tuvo una librería en una galería de San Juan y Boedo. Nadie entraba, pero él aprovechaba para leer, observar y escribir. De esta experiencia nació quizás uno de sus mejores relatos: Cerrado por melancolía. En el ADN cultural de Isidoro se ensamblan la lentitud entrerriana, la melancolía judía y el esgunfio porteño, una riqueza de mezclas que le ha permitido apresar los rasgos esenciales de porteños y provincianos en la mayoría de sus cuentos. Desde el altísimo y silencioso piso de Marcelo T. de Alvear y Talcahuano, Isidoro puede ver el río y el Obelisco. De repente, los recuerdos de su infancia se filtran en la conversación: “Yo era burro, repetí primer grado inferior”.
–¿Fue una forma de llamar la atención?
–No, por taradez. Pero pude superarla (risas). En tercer grado escribí una poesía que sorprendió a mi maestra y que la pusieron como ejemplo de cómo había que escribir. Tendría que haberme dado cuenta antes de que mi destino era la literatura.
En Voces en la noche, Isidoro revela su oficio de narrador de historias urbanas, en esta ocasión con un sesgo policial. Anselmi es un vendedor de camisones que circula por las calles de una ciudad –que bien podría ser Buenos Aires–, convencido de que uno de sus clientes está siendo influido por un desconocido que quiere arruinar la literatura para todas las generaciones futuras. Su misión, entonces, será eliminar a este enemigo, pero la identidad del sospechoso y la del asesino se irán desplazando en el transcurso de la pesquisa. Isidoro comprueba una tendencia que no deja de asombrarlo en sus talleres literarios: “Cada vez hay más gente que quiere escribir, como si fuera algo sencillo y para lo que no es necesario aprender. Pero el lenguaje es adquirido, no es congénito. Es una institución. Vos no nacés hablando. Todo el mundo considera que puede ser escritor”.
–¿Por qué muchos aspiran a ser escritores en un momento en que, paradójicamente, el habla cotidiana se limita al uso de muy pocas palabras?
–Es cierto. El lenguaje se reduce a 800 palabras, cuando el diccionario tiene 83 mil. Sin embargo, el lenguaje es el arma más poderosa que inventó la humanidad. Un sí o un no pueden cambiar la realidad. El lenguaje siempre es peligroso y ambiguo. Recuerdo una anécdota del lingüista Roman Jakobson. Una verdulera con fama de mal carácter tenía atemorizados a todos los que la trataban en Praga. Un día, Jakobson la enfrentó gritándole en latín, probablemente le recitó versos de Virgilio. Ella se quedó muda, acaso suponía que ese lenguaje incomprensible tenía más poder que ella. El lenguaje siempre oculta algo. Pero se acude a él porque es lo más cotidiano y lo que aparentemente no tenés que aprender. El lenguaje se empobrece por la devaluación. No vivimos en una isla, aislados de lo que sucede en nuestra sociedad. La palabra se devalúa como la moneda: ya nadie cree en ella.
–Su trabajo con lo coloquial, ¿apunta a revertir este empobrecimiento?
–Sí, a mí me fascina lo poético. Un texto me conmueve cuando es atravesado por la poesía, por la que tengo el más profundo de los respetos. Una vez Borges me dijo: “Suena bien, está bien”. Eso me quedó grabado. Suena bien lo que haya escrito Joyce, Arlt o Puig, que para mí es un dios. Boquitas pintadas es una de las grandes novelas argentinas. Puig destruyó la solemnidad y la autocomplacencia. Todo suena bien en él, pese a que es la antítesis de Borges.
–Acostumbrado al cuento, ¿escribir Voces en la noche fue un modo de demostrar que la novela puede ser un conjunto de pequeños relatos?
–No. Los géneros están bien definidos y no es lo mismo una novela que un cuento. Incluso el cuento corto tiene sus propias leyes. Pero con esta novela siento que no me he traicionado como cuentista. Hay capítulos breves que empiezan y terminan en sí mismos. En este sentido puede ser una colección de minicuentos, que están unidos por un hilo conductor con ramificaciones. A mí me sorprendió muchísimo, porque con la mirada de los demás yo voy descubriendo cosas. Es curioso porque antes me pedían siempre que alargara un cuento para hacer una novela, pero yo siempre trabajo al revés: comprimo y saco. La novela la empecé a escribir en el ’98, con lo cual he sido fiel a lo que sugería el poeta latino Horacio: “Deja el manuscrito nueve años en la cartera para después retomarlo”.
–En Voces en la noche sugiere que la literatura va a desaparecer desplazada por el periodismo, y lo demuestra haciendo una crónica-parodia de lo que le sucedió a Gregorio Samsa en La metamorfosis. ¿Usted piensa que el periodismo es una amenaza para la literatura?
–No, tengo mucho respeto por la literatura y por el periodismo. Para mí, la literatura es una forma de salvación. Lo fue en los momentos de mi vida de gran pesadumbre, más allá de que yo haya fracasado en todas las empresas que hice, menos en la escritura. Yo fui periodista, y tenía que escribir los policiales en el diario Democracia, de Evita. Allí publicaba Perón bajo el seudónimo de Descartes. Yo no era peronista y nunca lo fui. Me acuerdo de que el director, el doctor Biscay, lo sabía porque yo se lo había dicho. Y él me dijo: “¿Te pregunté algo?”. Tenía una sección que se llamaba “Cables pelados”, en la que me guardaban cables con noticias raras, por ejemplo, una escuela de faquires por correspondencia. Me di cuenta de que el periodismo enseña mucho, te baja el copete porque tenés que contar en diez líneas una noticia. No me río ni me burlo de la literatura porque para mí es algo sagrado, es una forma de la salvación, por muchos motivos.
–¿Cuáles son para usted los enemigos de la literatura?
–Cada escritor tiene su teoría literaria. Así como para mí es una de las formas de salvación; para otros puede ser una forma de juego o una manera de comprender la realidad. El problema está en pretender que cada teoría literaria sea única e indivisible. Otro de los problemas son los cánones literarios: me gusta porque es mi amigo, me gusta porque comparte mi idea política, porque somos del mismo palo. Creo que se inventa la pólvora a cada rato. Pero los amigos de la literatura son los buenos lectores.

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