CULTURA
› BALANCE DEL III CONGRESO INTERNACIONAL DE LA LENGUA ESPAÑOLA
Rosario dejó su marca en el idioma
Durante cuatro días, hubo momentos de emoción, otros de tedio y también se escucharon carcajadas. Como principal conclusión teórica, quedó la defensa del mestizaje lingüístico.
Por Silvina Friera
y Karina Micheletto
Fueron cuatro días en los que la ciudad de Rosario se pobló de acentos que se mezclaron con las eses aspiradas locales. El III Congreso Internacional de la Lengua Española pasó y seguramente quedará como un hecho histórico para los rosarinos que asumieron el evento como propio. ¿Qué quedó tras el Congreso que tantos dolores de cabeza trajo a los funcionarios organizadores hasta su concreción? Los debates alrededor del objeto de análisis –un objeto que se resiste a generalizaciones y cristalizaciones– sirvieron para desterrar mitos, como el supuesto avance del inglés. Pero los cruces más apasionados surgieron de la oposición diversidad-homogeneidad lingüística, y las identidades posibles dentro del español que se habla alrededor del mundo. Allí fue cuando comenzaron a surgir problemas a la hora de las denominaciones: ¿Aquí se habla español, castellano o argentino, o más aún, porteño, rosarino o cordobés? ¿Estará bien promover un congreso de la lengua española si no se vive en España?
La inexorable condición móvil de la lengua, “necesaria para la evolución humana, un problema para los burócratas y administradores”, en palabras del poeta Ernesto Cardenal, participante del Congreso, definió posiciones hacia uno y otro lado. La más radical fue la del vicedirector de la Real Academia Española, Gregorio Salvador, quien negó el concepto de identidad lingüística, atribuyendo a la lengua el estricto rol de instrumento de comunicación. “Decir que se acaba una visión del mundo cuando se pierde una lengua es un lugar común. Naturalmente una lengua es más rica cuantas más personas la hablan, pero afortunadamente hay lenguas como ésta que hablamos, con las que nos podemos entender y coincidir en una visión de mundo”, dijo. Pero en líneas generales todos coincidieron en el repetido slogan de “unidad en el respeto de la diversidad”, desmenuzado en las mesas de debate con más o menos profundidad, según los casos.
La gran expansión del español que se verifica en los últimos tiempos fue el tema más repetido y festejado. Las cifras son elocuentes: hay cuatrocientos millones de hispanohablantes en el mundo, es la cuarta lengua en importancia, y todo indica que irá en aumento. Sólo unos pocos oradores repararon en el hecho de que tal expansión puede significar también una avanzada hegemónica. El más claro y consistente fue Rainer Enrique Hamel, de la Universidad Autónoma de México. “El renovado impulso para reforzar la unidad de la lengua española forma parte de un nuevo proyecto de España, que ha jugado sin duda un papel de nuevo puente entre Hispanoamérica y, junto con fuertes inversiones en áreas estratégicas en los países hispanoamericanos: bancos, compañías telefónicas, de agua y, sobre todo, buena parte de la industria editorial”, señaló el lingüista.
La necesidad de internacionalización del Instituto Cervantes, planteada por el escritor y periodista Juan Luis Cebrián, fue uno de los debates más prometedores. El fundador de El País de España, que compartió su ponencia en la misma mesa en la que Fontanarrosa propuso una amnistía para las malas palabras, acertó al augurar que la política lingüística en torno del español sólo tendrá éxito si es una política panhispánica, en la que España se limite a jugar un papel de coordinador o mediador entre iguales. “La soberanía de la lengua depende de que seamos capaces de articular una organización supranacional capaz de hacer frente a los muy variopintos desafíos que el progreso del castellano implica”, subrayó Cebrián. El escritor y periodista exige, además, que los directores del Cervantes sean mexicanos, chilenos, bolivianos o argentinos.
Tanto en la inauguración como en los paneles, no se ahorraron palabras para referirse al generalizado empobrecimiento de la lengua en los medios de comunicación, especialmente en los audiovisuales, que privilegian un uso depurado del color local, como si mexicanos, venezolanos y colombianos hubieran nacido en un país llamado “Neutralandia”. Héctor Tizón fue categórico: “Hablar un lenguaje neutro es como ducharse con un impermeable”. El escritor y director de la editorial Siglo XXI, el mexicano Jaime Labastida, y el propio Cebrián coincidieron con la impertinencia de propiciar un castellano neutro, “ese idioma tan escuchado que nadie habla en las calles”.
Frente a la polémica respecto del sentido de hacer dos congresos simultáneos, que enfrentó a Tizón con Adolfo Pérez Esquivel, promotor del Congreso de laS lenguaS, la postura más lúcida fue la del escritor portugués José Saramago: “Hay que tomarlos como complementarios. Es absurdo hablar de enfrentamientos y contracongresos cuando no hay ningún conflicto. Uno trata sobre las lenguas indígenas y el otro, sobre la lengua española”, justificó Saramago su presencia en ambos encuentros. El homenaje a Ernesto Sabato, del que participó Saramago, fue sin duda uno de los momentos inolvidables del Congreso.
Aunque se procuró que el encuentro no fuera meramente de carácter académico, sin duda prevaleció esta línea en detrimento de quienes preferían mesas de discusión “más dinámicas y atractivas”. Transformado en un fenómeno mediático y comercial –algo que saben las empresas que lo patrocinaron, entre ellas Telefónica e IBM, que se pelearon para bautizar con sus nombres y banderas la sala de prensa–, el Congreso de la Lengua generó en Rosario un microclima similar al de la Feria Internacional del Libro en Buenos Aires. No faltó el “cholulismo” cultural, el tratamiento de los escritores como si fueran actores de televisión, requeridos a la salida de los teatros o por donde pasearan su humanidad, dando conferencias de prensa o presentando libros, para que firmaran autógrafos o se sacaran fotos con los que se empeñaban en esperarlos.
Si el castellano del siglo XXI será lo que Latinoamérica decida, como vaticinó Cebrián, en Rosario se lanzó la primera piedra.
Subnotas