Mié 08.12.2004

CULTURA  › OPINION

Los Brachettone porteños

Por esther diaz*

Fue tan grande la orgía de los años ’90 que parece imposible salir de ella sin una resaca monumental como la que moviliza a los intolerantes que consideran que las manifestaciones creativas deben ser lecciones de moral. Me estoy refiriendo a quienes se escandalizan por las obras de León Ferrari, como si el arte tuviera la misión de ser edificante. Cabría preguntarse dónde estaban los que se indignan ante objetos artísticos cuando se cometían atropellos contra niños, mujeres y hombres, se incautaban propiedades, se robaban bebés, se violaba y se hacía desaparecer personas. Eso no parecía perturbar a varios representantes de los valores religiosos, en nombre de los que hoy rompen obras estéticas apelando a la moral. La creación artística es libertad, no vasallaje presuntamente ético.
La historia abunda en situaciones como las aquí comentadas. Los frescos de la Capilla Sixtina horrorizaron a ciertos hombres de la Iglesia. Y un oscuro pintor, de quien sólo conocemos el sobrenombre que se supo ganar, Il Brachettone, se ocupó de poner enaguas a las vírgenes y calzoncillos a los santos de Miguel Angel. Hace unas décadas, en Francia, se abortó el estreno de Yo te saludo, María, de Jean Luc Godard. Tiempo después, en EE.UU., se hicieron manifestaciones contra el Museo Guggenheim por una exhibición de fotos de Robert Mapplethorpe. Casi siempre el horror de los pacatos tiene que ver con representaciones sexuales, con simulaciones, con obras que no roban, ni matan, ni obligan a que se las contemple. Sin embargo, algo de morboso hay en estas personas soliviantadas por un poco de materia pintada o esculpida. Pues en lugar de ignorar lo que aparentemente no les gusta, se solazan contemplando preservativos con el nombre de un papa o con la imagen del seno de una virgen succionado sensualmente. Se excitan mirando, después se quejan llorando. Algún goce perverso debe haber en estos fundamentalistas para que, desde las sugerentes obras de Ferrari, necesiten conjurar sus culpas acusando al artista.
Quien pretende moralizar desde el arte confunde valores estéticos con objetivos éticos. Si un arte amordazado garantizara respeto por el otro, durante el medioevo, que se permitía –casi exclusivamente– exhibir arte religioso, no habría habido guerras, ni tortura; ¿de qué servía entonces que el arte no fuera “obsceno”? En la España franquista era impensable una exposición como la instalada actualmente en Recoleta; ¿detuvo eso, acaso, las terribles violaciones a los derechos humanos? Una obra artística es la manifestación sensible de un pensamiento. Quien la ataca es intolerante con las ideas y discrimina al que piensa diferente. Los Brachettone actuales, como los talibanes destruyendo esculturas milenarias, no manifiestan contra la mortandad infantil o de adolescentes por embarazos no deseados. Los cruzados posmodernos no comprenden que la creación artística es metáfora que no se pretende ejemplar, ni moralizante. He aquí el placer estético que da sentido a una vida que, sin la libertad del arte, se convertiría en una equivocación.

* Doctora en Filosofía por la UBA; autora de La filosofía de Michel Foucault, La posciencia, Posmodernidad y Buenos Aires, una mirada filosófica, versión francesa, entre otros libros.

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