CULTURA
› ENTREVISTA AL NOVELISTA ESPAÑOL JAVIER CERCAS, SOBRE “LA VELOCIDAD DE LA LUZ”
“Hay escritores aniquilados por el éxito”
Es uno de los nuevos nombres estrella de la literatura española, después de que su Soldados de Salamina vendiera un millón de ejemplares. Ahora presenta su nuevo trabajo.
› Por Silvina Friera
A diferencia de quienes piensan que la novela está agotada como género, Javier Cercas profesa su fe novelesca en su nuevo y esperado libro La velocidad de la luz (Tusquets). Esperado porque hace cuatro años, cuando publicó Soldados de Salamina –construida a partir del fallido fusilamiento de Rafael Sánchez Mazas, uno de los fundadores del Partido Falangista–, el escritor conoció el vértigo del éxito: de vender un promedio de 3000 ejemplares pasó en pocos meses, y sin anestesia, al millón, comenzó a ser traducido a veinte idiomas y recibió elogios de Mario Vargas Llosa, Susan Sontag, Doris Lessing y J. M. Coetzee. La voz de Cercas suena acompasada por el cansancio y el calor, que por estos días aletarga a los españoles. Disfruta del éxito, palabra que para muchos resulta sospechosa –como si la condición sine que non del oficio fuera el culto al “fracaso”–, y dice que todo es cuestión del azar. “Hay que tomárselo con sentido del humor, que es lo más sano que existe”, señala en la entrevista telefónica con Página/12.
La velocidad de la luz es una novela que explora las paradojas de la condición humana, los dilemas morales, de un modo similar a El lector, del alemán Bernhard Schlink. La novela de Cercas empieza en 1987, cuando un joven español, aspirante a escritor, viaja a la Universidad de Urbana (en Estados Unidos) y conoce a su par norteamericano, Rodney Falk, un ex veterano de la guerra de Vietnam, con quien comparte el despacho. Rodney resulta un ser enigmático, huraño y afable, violento y tierno, que sólo conserva un encendedor Zippo de “esa guerra de mierda”, pero que irá revelando las secuelas que lo atormentan a través de una serie de cartas que le escribió a su padre mientras estuvo en la guerra. Rodney deja la universidad sin avisar, pero el profesor español, fascinado con el ex combatiente, tratará de reconstruir las piezas sueltas de una historia que pronto descubre que desea escribir: la de Rodney. Claro que antes regresará a España, publicará un par de novelas sin demasiada trascendencia hasta que el éxito golpeará la puerta de su casa, se reencontrará con Rodney –ahora ambos casados y con hijos–, y los dos cargarán con sus propias culpas que, aunque admiten un paralelismo, son de naturalezas opuestas.
“Al crear un personaje que se me parece, con algunos elementos anecdóticos de mi biografía, el lector puede pensar que estoy hablando de mí, pero eso es falso, porque entre otras cosas escribir consiste en construirse una identidad. El personaje de las películas de Woody Allen no es Woody Allen ¿verdad? –compara Cercas–, pero tendemos a imaginar que sí. Los escritores partimos de nuestras experiencias personales, de nuestras pesadillas, de nuestros sueños y de aquello que imaginamos para convertir esa experiencia personal en algo universal. Persona significa máscara en griego, y la máscara es lo que nos oculta, pero también lo que nos revela.” Y Cercas no omite mencionar cuáles son esos elementos anecdóticos de su biografía: él estuvo en la Universidad de Illinois dos años, entre 1987 y 1989, y Rodney Falk se parece mucho al ex combatiente de Vietnam que Cercas conoció en esa universidad. “En realidad toda la novela surgió porque un día lo encontré en un banco, mirando jugar a unos niños, y me quedé mucho observándolo, escena que aparece en la novela”, cuenta el escritor.
Las novelas de Cercas casi siempre “enseñan” sus mecanismos de escritura, porque hacen que el propio arte de contar forme parte de la narración. “Escribo novelas de aventuras sobre la aventura de escribir novelas. No hay por qué ocultarle al lector esas cosas, ¿por qué no hacerlo partícipe de la aventura que es para ti escribir la novela?”, plantea.
–¿Cómo se lleva con el éxito después del fenómeno que generó Soldados de Salamina?
–Lo viví muy bien, creo haberlo disfrutado porque es maravilloso tener lectores, es lo que cualquier escritor pretende, y por otro lado es tranquilizador tener una cuenta corriente saneada. Cuando a Samuel Beckett lo llamaron para decirle que le habían concedido el Premio Nobel, su primer comentario fue: “Dios mío, qué catástrofe” (risas). Pero hay muchos escritores aniquilados por el éxito, porque es inevitable que un escritor de éxito, si tiene dos dedos de frente, acabe viéndose a sí mismo como un farsante, un tipo que va por ahí, sale en la tele, que da charlas, que la gente va a verlo. El problema es que te conviertes en un viajante de ti mismo, pero hay que tomárselo con sentido del humor, que es lo más sano que existe. El éxito, entendido en términos de difusión y repercusión pública, es obra siempre del azar, no depende del mérito. La tentación de quien tiene éxito es creer que el suyo no es obra del azar sino del mérito. Y ahí es cuando la chingamos, ese es uno de los efectos narcóticos y letales del éxito.
–¿Y cómo lo trata la crítica ahora que forma parte del selecto club de los exitosos?
–No sólo los críticos, todos, por motivos complejos, tendemos a pensar que todo éxito está contaminado de indignidad, y hasta yo lo he pensado en algún momento: “Oye, has vendido un millón de ejemplares, algo has hecho mal” (risas). Hay gente que dice “Cercas era bueno cuando vendía 3000 ejemplares, pero ahora que ha vendido un millón es malo”. Todos funcionamos a partir de tópicos y clichés. Mi editor quería que esta novela se titulase: “Te están esperando con toda la artillería”, porque sabía que me iban a venir a destrozar. Yo, sinceramente, estaba preparado para que me convirtiesen en hamburguesas, pero no..., este libro ha tenido mejores críticas en España que cualquier otro mío. Pero apliquemos el sentido común: los libros buenos no son ni los que se venden mucho ni los que se venden poco, son los libros buenos. ¿El Quijote es un libro malo porque fue un best-seller en su época? El tópico de la modernidad dice que para ser muy bueno hay que ser un escritor secreto, eso me parece una tontería absoluta.
–¿Por qué en sus últimos dos libros aparecen como telón de fondo la guerra civil española y la de Vietnam?
–No hay lector al que no le interese el tema, porque en el principio estuvo la guerra, desde Homero, y a mí siempre me ha interesado la épica. Uno de los grandes problemas de la narrativa de nuestro tiempo es que ha renunciado a la épica. Yo sentía una cierta fascinación por ese compañero de despacho de la universidad, la fascinación que siente el narrador por ese ex combatiente, que podría ser él, que es su semejante, su hermano, y que literalmente lo tiene encandilado.
–¿Qué encuentra en las guerras?
–A mí me interesa cómo las guerras pasan por los hombres, qué efectos tienen en los seres humanos. A mí me preocupan los conflictos morales que generan las guerras, sobre todo las paradojas, porque los seres humanos somos brutalmente contradictorios y la novela como género tiene una capacidad extraordinaria de análisis, mucho más, en mi opinión, que la poesía o el teatro. La guerra coloca una lupa sobre la condición humana, sobre los hombres; muestra el costado más espantoso, la bestia que llevamos dentro, pero también puede mostrar la capacidad de abnegación, generosidad y heroísmo de los hombres, en la guerra el ser humano está sometido a la máxima tensión posible.
–Esa tensión se pone de manifiesto en una de las cartas que el ex combatiente le escribe a su padre, en la que se refiere a “la alegría de matar”.
–Adorno hablaba de la espantosa belleza del mal. En realidad, la novela habla de que el mal está dentro de nosotros. Si eliges ignorarlo, pasas a ser víctima de él. Es mejor saber que está, poder controlarlo, pero saber que somos así. Cualquier visión angélica de lo humano es pura ilusión del espíritu. Yo soy razonablemente cobarde como persona, pero creo que un escritor no puede ser cobarde frente al ordenador, hay que salir a la plaza a matar.
–¿Cómo relaciona lo que usted plantea con la polémica que suscitó la película La caída?
–Sería estupendo que Adolf Hitler hubiera sido un extraterrestre, pero el problema es que era un tipo de carne y hueso, era también uno de los nuestros. Y los alemanes que se enfervorizaron con él también eran seres humanos, y no eran distintos de nosotros. Sería tranquilizador afirmar lo contrario, pero no es la realidad, y a la realidad es mejor mirarla a la cara.
–¿Por qué genera tanto rechazo mostrar la “humanidad” de Hitler?
–Por muchos motivos, porque la gente no sabe distinguir el plano moral del político. La política y la moral no siempre están separadas, pero a veces es posible separarlas. Dicho de otra manera: es un hecho que hubo nazis limpios de corazón, puros, precisamente ése es el problema porque tanto el fascismo como el nazismo fueron una forma de idealismo, un intento de traer el cielo a la tierra, lo cual generó naturalmente infiernos. Pero hay otro error peor y es no entender que una cosa es comprender y otra justificar. Necesitamos comprender a Hitler o a Rodney, un personaje como el de mi novela, esa es mi obligación como novelista, yo necesito comprenderlo, saber cómo era, cómo piensa y que el lector se ponga en su piel, que diga este tipo ha sido un asesino, pero lo siento próximo, es una persona como yo. La literatura –y el arte– sirve para eso, para hacerse cargo de la experiencia humana, incluso la más extrema, la más abyecta. Ahora que yo lo comprenda no quiere decir que lo justifique, al contrario, la única manera de que un Hitler o un Sánchez Mazas no vuelvan a aparecer es meternos en su piel. La única manera de que una locura colectiva como la de la Alemania nazi no se vuelva a repetir es entender por qué la gente se enfervorizaba con un auténtico asesino. Hay que meterse en esos laberintos, que son peligrosos para quien los escribe y para quien los lee, pero nada valioso será gratis.