CULTURA
› ENTREVISTA CON PABLO DE SANTIS
“Pienso la novela como una construcción o un espacio”
El autor de La traducción y de El calígrafo de Voltaire habla de La sexta lámpara, su último libro, la historia de un arquitecto italiano obsesionado con la construcción en Nueva York de un gigantesco edificio signado con el mito de la Torre de Babel.
› Por Angel Berlanga
Significado o no significado: ésa es la cuestión. Silvio Balestri, el arquitecto italiano que protagoniza La sexta lámpara, la última novela de Pablo De Santis, centra la razón de su vida en la realización de Zigurat, un gigantesco edificio pensado para Nueva York desde cuyas alturas pudiera verse, hacia el interior, “el movimiento incesante de decenas de miles de personas”. Una obra que, además, fuera la respuesta arquitectónica al mito de la Torre de Babel a través de una construcción de apariencia truncada, situada en la ciudad en la que es fama que todos los lenguajes se cruzan, que simbolizara “la entrega a hacer algo que se sabe imposible para dejar sobre la tierra la huella de ese deseo irrealizable”.
Así como el escritor De Santis va hacia la arquitectura, el arquitecto Balestri va hacia la escritura: son sus textos –no demasiado claros–, publicados desde mediados de la década del ’10, los que disparan adhesiones ultrafervorosas entre quienes están a favor de que las edificaciones representen una ideología y alarmas –y represalias– en el Club de las Seis Lámparas, un grupo con pretensiones de que los rascacielos no tengan significado alguno; en el asunto tercia otro grupo, interesado exclusivamente en los grandes proyectos que alguna vez se imaginaron y jamás se hicieron.
Planteado como una biografía ficticia, del suspenso mayor que se plantea en qué pasará con la obsesión del protagonista con su proyecto se desprenden en la trama sucesivos suspensos temporarios, derivados de la mixtura entre el camino hacia su objetivo y las personas con las que se relaciona: mujeres, familia, compañeros y jefes de trabajo, detractores y admiradores. De Santis arranca por el verosímil, avanza, lo estira, lo extrema y, de pronto, el lector se descubre en territorio del delirio: suele ocurrir que, ahí, se sonría.
–¿Cómo es que se interesó por la arquitectura?
–Porque yo pienso a las novelas casi como espacios, como construcciones. Y creo que los edificios siempre estuvieron muy presentes en lo que escribo. Una de las puntas, además, fue el tema de la Torre de Babilonia.
–¿Ese fue el punto de partida?
–No sé, pero siempre me atrajo ese mito, que ha recibido innumerables interpretaciones. Con ese modo que tienen los mitos, de no decir casi nada y hablar de las cosas más diversas. Y por otra parte seguí con mucho interés los debates en torno de las Torres Gemelas, de qué se haría después: si grandes rascacielos, o repetir lo que faltaba, o destacar el hueco, el vacío. Cuando se hace un edificio generalmente no se plantea un significado, pero ahí cualquier cosa que se hiciera iba a tener uno. Se llegó a plantear la construcción de edificios de luz, y yo me acordaba que Speer, el arquitecto de Hitler, que en sus memorias dice que su gran obra no fue ni la nueva Cancillería del Reich, ni el proyecto para la Berlín del futuro, sino los edificios de luz que hizo para uno de los desfiles más imponentes del nazismo. Una cosa completamente irreal, que se acababa en el día.
–Llegó a plantearse la construcción de un viejo proyecto de Gaudí; curiosamente, la descripción que hace Balestri de su Zigurat remite a los bosquejos de ese edificio.
–Ahora que recuerdo, una de las primeras ideas que tuve, algo que me marcó, fue que en una exposición en el Centro Cultural Borges vi los proyectos de Gaudí para Nueva York. Unos misteriosos millonarios norteamericanos, de los que después no se supo más nada, le propusieron construir un hotel rascacielos: una cosa bellísima y monstruosa a la vez, siniestra.
–¿Comparte alguna de las ideas de Balestri?
–No, no mucho. Ahora no se me ocurre... Pero tampoco están tan claras sus ideas (se ríe). Yo creo que cuando uno escribe ficción, las ideas estáncomo encomilladas, o puestas en bastardilla. Uno se pone a pensar como si fuera otro, no desde la propia experiencia. Los edificios reales, por ejemplo, no me interesan. Estuve con mi mujer en Nueva York, y ni siquiera miré los rascacielos; cuando pasó lo de las torres no me acordaba de que habíamos pasado al lado. Me interesa la arquitectura como tema, los libros y los bocetos de las cosas que no se hicieron, la historia de los edificios. Pero las construcciones reales, no. Y los rascacielos, menos: me parecen una insensatez. Mucha gente. Vivo en una casa.
–Los significados ocultos en las cosas es un asunto muy presente en su obra: la lectura de signos en diversas actividades o lugares. ¿Por qué?
–Sí, el desciframiento: es atractiva la idea de que la verdad está escondida. En realidad uno no sabe hasta qué punto hay algo escondido, o si se trata de la deconstrucción del que lee eso. Pero sí, creo que la figura del descifrador aparece a menudo. Y aparece sobre todo cuando se lee para escribir un libro; uno anda a la búsqueda de los detalles secundarios, de las citas a pie de página, de las cosas que otro pasaría por alto, de las más curiosas y las más inverosímiles. Siempre digo que el que escribe lee de manera muy caprichosa, buscando aquellas cosas que le sirven; con un libro de historia, por ejemplo, empezaría leyendo por lo que primero desecharía el historiador: las anécdotas y los detalles. Ahí, donde otros pasarían de largo, también hay una verdad enterrada. Uno busca en la historia real lo más inverosímil como un mecanismo para darle verosimilitud a los textos.