CULTURA
› LAS REVELACIONES SOBRE EL PASADO DE MATILDE URRUTIA REABREN UN DEBATE SOBRE LA INTIMIDAD DE LOS ESCRITORES
Vida privada de los próceres
El artículo publicado por Página/12 sobre la última esposa de Pablo Neruda provocó un escándalo en Chile. Al respecto, el chileno Sergio Gómez, autor de la investigación, dice que su historia “se defiende sola”. Desde siempre, grandes escritores fueron “humanizados” por datos vinculados con su intimidad.
Por Carlos Maldonado
Cuando hace medio siglo comenzaba a resultar evidente que un libro anónimo publicado en Italia y dedicado a Rosario de la Cerda era obra de Pablo Neruda y no de un supuesto veterano de la Guerra Civil Española, los esfuerzos del autor del Canto General por tapar el sol con un dedo lo hicieron pasar más de un mal rato. En la biografía de Delia del Carril -Todo debe ser demasiado–, el escritor Fernando Sáez recuerda un momento particularmente incómodo para Neruda, del que fue testigo Volodia Teitelboim. En Brasil, en un encuentro cultural organizado por el Partido Comunista y convocado por Jorge Amado, un experto nerudiano de nacionalidad uruguaya se explayó, frente a Pablo y Delia, entonces compañera oficial y legítima esposa, acerca de la indudable autoría de los versos sin padre, inmune a los esfuerzos del poeta “por callar al impertinente”.
Según todos los testimonios disponibles, Neruda se sentía a sus anchas con Matilde Urrutia instalada en diversos departamentos de Santiago, y finalmente en La Chascona. Sólo aspiraba a que el secreto se mantuviera como lo que era: un secreto. Cuando el escándalo estalló, Delia del Carril no encontró mejor camino que recurrir a la dirección del PC, y frente al secretario general Galo González, Neruda hizo su propuesta: “Le insiste -escribe Sáez– que ella siempre será su señora. Que Matilde está dispuesta a un segundo plano, que acepte la realidad”. La Hormiga retruca: el que comparten no es un matrimonio burgués, y sin amor no tiene sentido.
Fue gracias a la inflexibilidad de la Hormiguita que Matilde Urrutia llegó a ser la señora Neruda y “la segunda viuda más digna de Chile después de Tencha de Allende”, como escribió el domingo pasado en Página/12 el escritor y periodista Sergio Gómez.
Su relato ha desatado una tromba de acusaciones por parte de los custodios del legado nerudiano, la Fundación creada por la propia Matilde Urrutia que administra los bienes y la imagen del poeta con celo algo excesivo. Otras voces que prefieren el anonimato surgen tímidamente para respaldar el relato, sobre cuyo fondo nadie se pronuncia. Los mitos, se sabe, no admiten segundas versiones, y los niños protestan cuando al cuento de cada noche se le agrega un episodio nuevo. El cuento de hadas tejido a partir de la furtiva luna de miel en Capri y sellado con el vals del Premio Nobel, opinan los nerudianos –no todos, desde luego–, no puede ni debe enriquecerse con un antecedente dramático que sólo agrega humanidad a sus protagonistas.
Historia antigua. Las pasiones que desatan las vidas de los escritores vienen de lejos. Cuando Lord Byron murió de fiebres en 1824 luchando por la libertad de Grecia, una ola de congoja se abalanzó sobre Europa y América. Con la desaparición del inglés que había reclutado un regimiento y fletado un barco –al que llamó Bolívar– para combatir a los turcos, nacía en los campos de Missolonghi la celebridad literaria. Antes de que existieran las estrellas de cine, los cantantes de rock, las páginas de chismes. Incluso el reservado y olímpico Johann Wolfgang Goethe debió hacerse cargo del mito naciente, admitir que la locura que él mismo había desatado años antes con Las tribulaciones del joven Werther (que tuvo como consecuencia una buena cantidad de suicidios) se había transferido, ahora, desde un personaje de ficción a un creador de ficciones.
Por cierto, el interés por Byron no se restringía a su poesía ni a su solidaridad con los griegos alzados: alcanzaba también a su tormentoso matrimonio con Anna Isabella Millbank y a sus relaciones incestuosas con Augusta, su media hermana, con cuyo nombre bautizó a la única hija que tuvo. Las luces y las sombras de la vida pública y privada del autor han dado paño para cortar, y los retazos toman distintas formas: tesis, investigaciones, biografías, novelas. Parecido destino tuvo Alexandr Pushkin, cuya muerte en duelo a manos del barón D’Anthes, hijo adoptivodel embajador belga en San Petersburgo, daría para un sinfín de especulaciones. Recién en 1995, poco antes de que se cumpliesen 200 años del nacimiento de Pushkin, la investigadora italiana Serena Vitale echó nueva luz sobre los hechos, al revelar una serie de cartas que insinuaban una relación homosexual entre D’Anthes y su padrastro, posible origen de la conspiración –con cartas anónimas incluidas– que acabó con la vida del poeta ruso. Entrado el siglo XX, despertarían parejo interés Francis Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway o, antes, Oscar Wilde. Ellos darían origen a un género que en el mundo anglosajón goza aún de excelente salud y ha tenido notables cultores: el de la biografía literaria que no teme internarse en los meandros más secretos del creador y su entorno para explicarse –si es que la creación tiene explicación– una vida y una obra.
En Chile, todavía, quien ausculta en determinados aspectos de ciertos iconos de la cultura nacional recibe una andanada de descalificaciones o, lo que tal vez sea peor, un sonoro silencio. Cuando el escritor Francisco Casas, ex integrante junto a Pedro Lemebel del colectivo Las Yeguas del Apocalipsis, anunció desde México que planeaba hacer una película –La Pasajera– cuyo eje sería el lesbianismo –a su juicio evidente– de Gabriela Mistral (apoyado por las investigaciones de una académica estadounidense), la reacción llevaba implícito que semejante hecho menoscababa el prestigio de la Mistral. Ahora aparece, en los diarios íntimos de la poeta recopilados por Jaime Quezada que se publican la próxima semana (Bendita mi lengua sea), una que otra referencia a “ese tonto lesbianismo que me hiere de un cauterio que no sé decir”, pero el tema está lejos de quedar zanjado. En un limbo similar se debaten las alusiones de Fernando Balmaceda (en De zorros, amores y palomas, sus memorias recientemente editadas) a lo que él mismo llama “la inversión” de José Donoso, quien de haber asumido su homosexualidad –agrega– “habría podido ser un nuevo Henry James”.
Otros aires. Mejores vientos corren para revisar ciertas historias en otras latitudes. En Inglaterra y Estados Unidos circula, desde principios de año, una biografía de la escritora irlandesa Iris Murdoch, muerta en 1999 a los 80 años. El libro, escrito por un amigo de Murdoch y de su esposo, y basado en los diarios inéditos de la autora de Bajo la red, incursiona en los pormenores de su vida sexual y ha dejado bastante mal parado al búlgaro Elias Canetti, hombre de muchas lenguas, autor de novelas fundacionales y ganador del Nobel de Literatura exactamente una década después que Neruda, en 1981. Murdoch, que se involucraba con hombres y mujeres por igual, sostuvo una larga relación con Canetti a partir de 1951, teñida de sadismo y tortuosa hasta el hartazgo: hacían el amor en el estudio del escritor mientras la mujer de Canetti, Veza, se afanaba en una cena para tres. Similares extravagancias se anotan en la cuenta del singular matrimonio formado por Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, cuyas intimidades revela por estos días en la Argentina un libro firmado por quien fuera su hija adoptiva. Bioy admitió en vida un largo affaire con Elena Garro, casada con el poeta mexicano Octavio Paz, cuyo escenario fueron diversos hotelitos de París que ambos visitaban a escondidas.
Los españoles, en tanto, vuelven sus ojos a la nueva imagen de Juan Ramón Jiménez –el autor de Platero y yo– que emerge de Amarga luz, una novela de contornos muy reales escrita por Marga Clark, sobrina de la escultora Marga Gil Röesset, con quien Jiménez tuvo una historia de amor tiempo después de publicar su Diario de un poeta recién casado. Mucho más joven que su amante, Marga Gil acabaría por suicidarse. Un final menos trágico tuvo el encuentro entre Pedro Salinas, uno de los mayores poetas del amor en lengua castellana, y la estadounidense Katherine Whitmore. Por años se supuso que aquella profesora universitaria de la que poco se sabía–fue alumna de Salinas, ya había cumplido los 30, él tenía 40 y pocos, un matrimonio, dos hijos– era la inspiradora de La voz a ti debida y Razón de amor, y a ello se agregaba la misteriosa existencia de unas cartas que daban cuenta de la magnitud de esa pasión. Allí estaban, depositadas en la Universidad de Harvard desde la muerte de Katherine Whitmore hace 20 años, y ahora, reunidas en un contundente volumen que ya está en las librerías chilenas, escriben y reescriben la historia de un amor tenaz, cultivado en la palabra, vivido en la distancia y huido de las convenciones. Un amor ilícito, de esos que no entran en las biografías autorizadas, que las fundaciones niegan, que los bienpensantes se empeñan en callar y que el tiempo, gran escultor, se encarga de dibujar pese a quien pese.
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