CULTURA • SUBNOTA › OPINION
› Por Juan Sasturain
García Márquez fue un notable fabulador, un escritor riguroso y –además o sobre todo– un extraordinario titulero. Quiero decir y me animo: sus libros no serían tan buenos con otros títulos. En los diarios y en los cables de hoy –paga dos pesos– proliferarán los juegos de palabras con varios de los suyos: Cien años de soledad, El otoño del patriarca (dos octosílabos perfectos), Crónica de una muerte anunciada y El amor en los tiempos del cólera (dos endecasílabos inolvidables). Pero sobre todo será difícil no incurrir en la paráfrasis, la alusión a esa marca subrayada en la memoria de la lengua, el otro endecasílabo increíble: El coronel no tiene quien le escriba. Va a ser todo un de-safío tratar de salir de ahí. Es que son años de fidelidad, más o menos hasta los alrededores del Nobel. Las primeras invenciones de García Márquez que leímos a mediados de los sesenta, con veinte años y en ediciones uruguayas –Arca, sobre todo: La hojarasca, La mala hora– eran buenas pero no un refucilo ni rumor que anunciara el próximo y máximo tronar de lo que se venía: la inesperada explosión de Cien años de soledad –que no supo escuchar el pobre Goytisolo, dice la leyenda catalana– fue el resultado de soltarle la rienda a una manera distinta de contar el mismo mundo pero con una vuelta de tuerca alucinada, darle el mando, todo el poder a Melquíades. Un salto de registro, salida de madre. Arcadios, Aurelianos, Ursulas y Amarantas fueron una memorable raza de titanes, semidioses pobres, épica tropical de polvareda que dejaría, tras la secuela brillante y saturada de La increíble y triste historia de la cándida Eréndira & Co, ya en otras manos, larga cría no siempre a la altura.
Pero fue así: como los cuentos de Los funerales de la Mamá Grande y la historia del olvidado coronel –escritos antes de la inconcebible y centenaria saga– llegaron editorialmente después, los leímos ya vacunados y un con cierto respiro más cómodo tras el paso del torrente multicolor de pura invención. Y los disfrutamos más, si cabe. Por eso –contra ese fondo de gloria y reconocimiento universales– se recorta todavía hoy la perfección de aquellas piezas contenidas, hechas de reticencia y sabia alusión: “La siesta del martes”, “Un día de éstos”, “En este pueblo no hay ladrones”, la discreta hilera encolumnada que desemboca en el desborde de “Los funerales”. Ahí, antes del viraje, ya estaba el gran narrador que daría el salto sin red y caería parado entre ovaciones.
No trataremos de ser originales. Seamos un poco obvios, una forma de la cortesía ante lo que nos queda grande. Por eso, frente a la noticia de la muerte anunciada sólo cabe –un cadáver es también una pregunta– la respuesta final de su invicto coronel. Un exabrupto de dos sílabas, una definición del mundo o del estado de cosas del mundo que sigue vigente: Mierda.
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