El año en que la Feria del Libro se mudó a la Rural, iba yo, en el advenimiento del otoño, rumbo al stand de Emecé, a saludar a mis editores. Iba a saludar primero a la chica de la caja cuando veo que una joven mujer acababa de comprar un libro mío. Ya lo había pagado, ya le habían dado la factura, ya la estaba por guardar en el bolso, cuando me vi en la foto de la tapa. Era yo en Cuando éramos felices. Sentí una profunda emoción y entonces se me ocurrió la idea. Pero tenía que apurarme. De manera que me acerqué a mi lectora, que estaba de espaldas, le hice un guiño a la chica de la caja y con mi mejor voz dije: “¿Quiere que se lo dedique?”. La joven se dio vuelta rápidamente. Yo con ojos pícaros señalaba la foto y me señalaba a mí mismo. La muchacha debía de tener 25 años. Y yo descontaba que me iba a mirar sorprendida, después con alborozo y, con cierta timidez, con manos trémulas me extendería el libro, mientras yo sacaba del bolsillo la lapicera. Desconté que mientras yo le escribía la dedicatoria ella estaría pensando en que les iba a contar a todas y a cada una de sus amigas de este encuentro mágico. “¿A que no sabés quién me dedicó un libro?”, les iba a decir a sus amigas. Pero las cosas no pasaron así.
Cuando la lectora oyó mi voz se sobresaltó, se hizo a un lado y me miró seguramente como deben mirar las mujeres a los violadores que emergen de las sombras en los andenes solitarios. “Soy el autor”, le dije con la lapicera en la mano. La muchacha me observó detenidamente, comparó con la foto de la tapa, me volvió a observar y después consultó con la mirada a la chica de la caja. La chica de la caja dijo que sí con la cabeza. Le escribí algo en la portadilla y firmé. Le devolví el libro y la lectora se alejó. No dijo nada, ni gracias, pero, antes de perderse en la multitud, a cada paso se detenía y me miraba a mí y volvía a mirar la foto del libro, en la que estaba yo, sonriente y feliz, cuarenta años atrás.

* Escritor, autor de Dublín al sur y Cerrado por melancolía.