CULTURA
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Sobre el último Neruda
Por Daniel Freidemberg
Si una gran parte de la mejor o la más importante poesía en lengua castellana del siglo XX se hizo en contra de la de Neruda, es porque Neruda es muy grande, no hay cómo acercársele en lo que hizo bien. Y aunque no todo lo hizo bien, porque hizo mucho, muchísimo –fue uno de los últimos poetas de tiempo completo, que se dedicaban a ser poetas en todo y a lo grande, porque ése era su lugar en la sociedad, hasta para hacer política–, nunca en lo que hizo dejó de haber algo de eso que llaman “genio”. Que en su caso era, aún más que el don de hallar el resplandor del milagro en las cosas, el de ponerlo en palabras.
Las palabras son en Neruda objetos preciosos, habitados por fuerzas que la escritura desata y de un magnetismo material que los poemas incorporan, como él incorporaba objetos al extravagante orden de sus casas. No habían llegado aún los tiempos en los que las palabras irían a develarnos su ajenidad indócil, su irreparable distancia con las cosas y con nosotros. O, al menos, no habían llegado para él. Aunque, de algún modo, sí: me conmueve mucho, me importa muy en especial, el Neruda último, el de sus ocho libros póstumos, el que, entre triste y sarcástico, llega a una sabiduría que sólo puede venir del cansancio y escribe: “No soy, no soy el ígneo,/ estoy hecho de ropa, reumatismo,/ papeles rotos, citas olvidadas/ (...) la sal y el viento borran la escritura/ y el alma ahora es un tambor callado/ a la orilla de un río, de aquel río/ que estaba allí y allí seguirá siendo”.
Nota madre
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