La invitación a Mario Vargas LLosa para que inaugure la Feria del Libro provocó un debate que trasciende la naturaleza de sus ideas políticas. El rol del Estado, la relación entre literatura y política y la legitimidad de aprovechar esos foros para defender otras causas.
› Por Américo Cristófalo *
Por Américo Cristófalo *
“La ciudad no hablaba de otra cosa.”
Vargas Llosa, El sueño del celta
La polémica de estos días acerca de Vargas Llosa –la invitación que le concede la Fundación El Libro para abrir la Feria de Buenos Aires, y las dos cartas de Horacio González– puso en escena una serie de supuestos acerca de lo que es posible decir, qué actores y en calidad de qué lo dicen, cuándo decirlo, y la oportunidad política de hacerlo. Supuestos de compleja elucidación y que merecen alguna mesura mayor, pronunciamientos más serenos, un lenguaje más sutil para el tratamiento de las categorías en disputa: censura, libre expresión, literatura y política, etc. Pero hay dos presunciones que han tomado la apariencia de verdades universales. La primera se refiere al carácter “indiscutido” de Vargas Llosa en cuanto escritor, independientemente de sus opiniones; se lo ha llamado “gran maestro” de la novela, se invoca el consenso del Premio Nobel, se habla de su “inmensa erudición”, se juzga eminente su obra... en fin, se pone a Vargas en la cima de la literatura contemporánea en lengua española. La segunda presunción establece que las instituciones públicas no deben ni pueden pronunciarse acerca de lo que en el terreno del libro hacen o deshacen las fundaciones privadas, el mercado y la industria cultural; se considera peligroso y aun aberrante que una institución del Estado abra y promueva un debate en este sentido, se recurre al típico prejuicio liberal, por otra parte propio de propagandistas y agentes como el Nobel implicado, que de entrada cierra toda alternativa de discusión alrededor de un sector simbólicamente sensible de la producción y las prácticas culturales, y se estima que el Estado no tiene nada que hacer ni decir acerca de ellas.
Por razones que no sería pertinente delimitar aquí, algo –llamémoslo provisoriamente deseo– comprende la distinción entre novela estándar y novela, probablemente porque la novela moderna buscó desde siempre la negación de la novela. Esta cualidad negativa fue uno de sus rasgos fuertes hasta aproximadamente la década del ‘80. Hablo de la potencia que dio lugar a Ulises, a Molloy, a las sagas faulknerianas, por citar momentos clásicos, o entre nosotros novelas como, Cuerpo a cuerpo, de David Viñas o El amhor, los orsinis y la muerte, de Néstor Sánchez, o La experiencia de la vida, de Leónidas Lamborghini. El debate hasta aquí viene excluyendo con todo cuidado lo que se revela en la política de las formas. Se define al ex candidato como escritor de derecha porque opina y propaga argumentos tópicos de la derecha política. A mi modo de ver, Vargas es un escritor de derecha porque ha sabido interpretar y cumplir con evidente docilidad, libre sometimiento y sentido de ocasión, el giro general que a partir de los años ’80 se recomendó aplicar y se recomienda seguir aplicando desde los grandes consorcios editoriales. Pasado el suspiro verde-continental del boom, para superar 20 mil ejemplares había que acomodarse al conjunto de normas de la industria editorial, tardíamente alcanzada por conocidos y quizás inevitables movimientos de concentración, bancarización y virtualización financiera, movimientos que dieron paso a la moneda universal única de la novela, el mismo relato escrito una y otra vez en Tokio, Londres, Buenos Aires o Lima, con variantes de ingenio, mayor o menor competencia técnica y en lenguas llamadas neutras. Un lenguaje de novela que no tenía el alcance que llegó ahora a tener cuando Barral era todavía el señor Carlos Barral, y Gallimard el señor Gastón Gallimard, y los dueños del negocio no eran fondos de inversión que apresuran resultados a Prisa. Es al menos ingenuo pensar que los grandes procesos de monopolización editorial se limitaron a cambiar la forma y fachada del negocio. Tuvieron y tienen una incidencia no del todo entendida, asumida irracional o deliberadamente, sobre las elecciones formales, los procedimientos técnicos y la ideología literaria. El malentendido es fenomenal. Vargas es un escritor de la derecha porque opina lo que opina y porque en correlato habla plácidamente la lengua mitológica, oscura y redundante de las fórmulas salvajes que impuso la industria cultural. Escrituras como las de Viñas o Lamborghini (ver Tartabul, 2006; ver Trento, 2003) persistieron en cambio y a través de la novela sobre tonos dramáticos, satíricos y desmitificadores de la cultura. No está de más agregar al debate que Vargas, su premiado trabajo de novelista, responde al llamado celestial del mercado y que ese llamado es un mandato acerca del buen hacer narrativo: claridad y sucesividad de trama, personajes consistentes, equilibrio, intriga, peripecias ocurrentes, enciclopedismo histórico, psicología, destreza de voces, etc. El conjunto de apreciaciones que domina la correcta literatura con agregados de color existencial, altisonancias culturales, alardes profundos, aburrimiento insípido, frases solemnes y empalagosas. Cartón lleno.
Por la vía de las comparaciones y semejanzas se escucha insistentemente en estos días, y como réplica a la discreta sugerencia de Horacio González, llevada al paroxismo de la sordera y la deformación: “¿Y qué hubieras hecho si la inauguración de la Feria se la daban a Borges?”. Refiero la ligera comparación “ideológica” entre Borges y Vargas, definidos según se dice por una común costumbre conservadora. Dicho muy rápidamente, Borges permaneció en la lengua Borges, permaneció irónicamente exterior a la lengua del espectáculo. Habló una lengua acriollada, una lengua reminiscente, que se estimó elegante en la elusión o la cita estereotipada de tonos plebeyos, una lengua que se presentó según linajes argentinos, una lengua escrita sobre una superficie muy delgada, que quiso arrogarse una vaga hazaña incorpórea. Esa lengua tan reconocible y problemática para lectores argentinos, objeto discutible para el oído puesto en otros lenguajes argentinos, no está sin embargo arraigada en la difusión contemporánea de las reglas y ritmos de la industria editorial. Vargas Llosa, según esta somera hipótesis, se movió en el sentido de la nueva derecha cultural, se inclinó a su lengua, la propagó tanto en su catálogo de opiniones como en su obra de narrador. Y para un lector atentísimo a los matices, a las implicancias políticas de la lengua y las paradojas borgeanas como Horacio González, imagino, o mejor, tengo la certeza de que esta comparación debe resonarle como uno más de los muchos absurdos que inesperadamente se pusieron en marcha esta semana.
El segundo supuesto, la idea de que las instituciones públicas no deben opinar, ni ejercer ninguna tarea crítica respecto de las iniciativas privadas, define un tejido político, una ciudad –mal que le pese al seudoliberalismo contemporáneo– muy escasamente republicana. El estado de derecho no se define sólo por el monopolio de la fuerza, por la sujeción a la ley o el cumplimiento de las obligaciones y garantías civiles; es también, como se sabe, un dispositivo de mediación en la conflictividad social. La industria de la cultura no es un bloque homogéneo, está compuesta por una multiplicidad de actores e intereses enfrentados. Y la Feria del Libro es un objeto cultural de la misma naturaleza que los medios de comunicación. Un objeto de masas. Uno o dos grupos de empresas editoriales, empresas de composición financiera de capital, empresas que controlan y obtienen los mejores precios de insumos, capaces de grandes programas de marketing, empresas asociadas a gigantescas cadenas de distribución nacional e internacional, empresas que representan el 5 por ciento de las casas de edición que funcionan en el país y que dominan cerca del 80 por ciento del mercado, esas empresas que convierten a Majul en escritor y lo llevan a altísimos niveles de venta, esas empresas, de las que el conferencista Vargas es socio y amigo, las mismas que rigen pautas y consensos formales acerca de lo que debe ser una novela, son las que lo proponen y promueven junto con oscuras asociaciones y fundaciones emparentadas con la escuela de Chicago y con los amigos hollywoodenses del rifle. ¿Por qué no habrían de expresarse acerca de esta realidad las instituciones públicas, universidades, bibliotecas, secretarías y subsecretarías que están en relación con la vida cultural? ¿Por qué no habrían de expresarse críticamente los intelectuales argentinos o aun las empresas, los escritores y artistas que padecen las brutales asimetrías del sector?
Cristina Fernández interpretó con toda eficacia el tenor del debate, y desde su investidura puso sin ningún género de duda que en ningún caso se trata de impedir al señor Vargas (a pesar de sus conocidos desvaríos acerca del carácter del gobierno argentino, de los argentinos y del clima en el que estamos) que nos deleite e instruya con su conferencia inaugural. Entiendo sin embargo que este no fue un modo de clausurar el debate, sino más bien un modo de inspirarlo y extenderlo. Si este episodio quedara en la mera anécdota –como escuchamos decir sistemáticamente en los medios de comunicación y por boca del propio Vargas– de que un “pequeño grupo” de intelectuales “vetó” su palabra sacerdotal, se habría empobrecido y disuelto el interés real que representa y que apunta a una reflexión seria a propósito del estado de la cultura, de sus industrias y de las políticas culturales. ¿No es este momento argentino un momento propicio para dar con intensidad los debates que, comparables con las discusiones sobre ley de medios, pongan foco sobre cuestiones de primer orden como la democratización de la palabra, el libro, la educación literaria, los usos de la lengua?
Dos palabras más acerca del furor comparativo que se ha despertado. Abel Posse, por ejemplo, argumenta en televisión en el sentido de que los dichos “provocadores” de un escritor no deben alarmar, y que la provocación de Vargas es comparable a las de Flaubert o Baudelaire. Si la comparación con Borges no resiste discusión, esta otra resulta una enormidad disparatada. Flaubert o Baudelaire, dos casos bien conocidos de desprecio de la moral dominante, señor Posse. Usted y muchos, aunque difieran de usted, no entienden que Vargas está rendido al discurso difuso o uniforme de la mercancía espectacular; acoto que no es alarma lo que ocasiona, sino más bien, y en el terreno de las emociones primarias, otra que educadamente declino nombrar. Son frágiles y huidizas las acciones, pero diremos que el teatro de Vargas presenta al profesional correcto, en su círculo acumulativo, en su régimen de conservación, que nada tiene eso que ver con las distancias flaubertianas, con la invención idiomática de Borges, con el derroche baudelairiano. Ni tampoco con el riesgo de escritor que ha asumido Horacio González, del mismo modo: en sus declaraciones públicas como en sus libros y artículos, como en su extraordinario trabajo al frente de la Biblioteca Nacional. La literatura se hace siempre con la vida, señor Posse. Diremos algunas obviedades más para terminar: que la prohibición legal que pesó sobre Las Flores del Mal se levantó en Francia casi un siglo después de su primera y condenada edición. Que ese libro cambió el destino de la lengua poética, que Bouvard y Pécuchet desafió la metafísica tradicional de la novela, y que los libros de Vargas, pienso, no han ido más allá de las formas convencionales de la literatura moderna.
* Director de la carrera de Letras, UBA.
Por Pablo Castillo *
La relación entre literatura y política, o intelectuales y política, siempre transitó por caminos sinuosos. Moreno, Lugones, Marechal, Borges, Walsh o el propio Horacio González pueden dar cuenta en el terreno local de las tensiones que se presentan entre sus producciones como escritores, sus posiciones como sujetos y los contextos desde los cuales hablan y son hablados.
En los últimos días, la invitación al Premio Nobel de Literatura 2010, Mario Vargas Llosa, para que dé el discurso inaugural de una nueva edición de la Feria del Libro, y la posterior carta del director de la Biblioteca Nacional solicitándoles a las autoridades de ese evento que revieran la posibilidad de que el autor de La ciudad y los perros funcione como anfitrión y editorialista de la muestra suscitó una serie de discusiones y controversias. Malentendidos solamente disipados –al menos parcialmente– por la oportuna intervención de la Presidenta de la Nación comunicándose con el propio González para que retirara su carta con ese pedido inconveniente, cosa que éste hizo dignamente y con un encomiable sentido colectivo de pertenencia.
Que Vargas Llosa –un referente de la derecha más rancia del continente– utilizará sus títulos literarios y su reciente Premio Nobel para pronunciar seguramente un discurso contrario a los intereses populares, es lo más probable.
Que la Feria del Libro, más allá de las grandes corporaciones editoriales que la patrocinan, es un lugar entrañable para muchos que pasamos los cuarenta es también válido; quizá, por eso mismo, imaginar la escena de inauguración de esta feria 2011 de esta forma duela más de lo necesario, es igualmente cierto.
Pero debemos entender que esta vez –quizás una de las pocas veces– la herramienta que utiliza el neoconservadurismo para expresar su posición es legítima. ¿Cuántas veces García Márquez, amparado en pergaminos similares aprovechó foros ajenos para criticar el bloqueo norteamericano a Cuba o defender alguna justa causa latinoamericana?
Que los propósitos sean mejores en esta discusión es casi una anécdota. Tampoco alcanza con el argumento de las críticas sobre la historia y los intereses que se esconden y se mueven detrás del Nobel cuando hace apenas unos meses deseábamos genuina y militantemente que el de la Paz del año pasado se lo otorgaran a la querida Estela.
La intervención de la Presidenta reproducida –incluso con elogios algunos tan interesados como inesperados– por los periodistas de los grandes medios pareció dejar fuera de juego la interpretación propia de los acontecimientos. La celebración de Marcelo Longobardi a Cristina se oía “raro” hacía ruido.
Sin embargo, las palabras de la jefa de Estado sonaban contundentes, interpelaban a la militancia política, social y cultural desde otro lugar del que la decodificaban los formadores de opinión hegemónicos. Y a pesar de eso, no lográbamos darle la dimensión adecuada a sus conceptos.
Aquellos que militamos la nueva Ley de Servicios Audiovisuales, debemos reconocer que las mayores dificultades que tenía (y tiene) esa pelea consiste en desarmar la naturalización de cierta escena montada por la prensa dominante, que combina en un único acto: empresas periodísticas supuestamente asépticas con periodismo supuestamente independiente enfrentando la voracidad de la mirada y la intervención estatista.
Con Vargas Llosa la situación es completamente distinta. Sale a defender los intereses de un capitalismo anacrónico, con miradas binarias y superficiales lejos de entender los distintos niveles de complejidad que tiene el proceso latinoamericano actual. Confronta abiertamente. Es un militante de la reacción.
Bienvenidos, los Vargas Llosa. Que la derecha vernácula tenga que organizar su discurso mediático opositor alrededor del episodio Feria del Libro 2011 habla de su debilidad política y cultural. No de su fortaleza.
Que la historia de Elvira-Mamaé de la señorita de Tacna o la leyenda del irlandés Roger Casement en El sueño del celta, criaturas apasionantes y en algún punto transgresoras, merecieran otro comportamiento de su padre en la vida real, eso es, decididamente, parte de otro capítulo.
* Psicólogo y Magister en Comunicación (UNLP).
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