DEBATES › LA POLéMICA DESATADA POR LA LLEGADA DE UN CARDENAL ARGENTINO AL PAPADO
Carlos Ciappina desmenuza el doble rol de la Iglesia en el continente desde la colonización, con una jerarquía en general ligada al poder y una contestación minoritaria, y se cuestiona sobre las perspectivas que abre la elección de un papa latinoamericano. Por su parte, el teólogo Rubén Dri se niega a aceptar una ruptura en la historia de la vida de Jorge Bergoglio con la trayectoria que ahora inicia Francisco.
Opinión
Por Carlos Ciappina *
Un papa latinoamericano
La elección de un papa latinoamericano ha trastrocado fuertemente cierta “lejanía” de estos últimos años con la cuestión vaticana y ha puesto a la Iglesia Católica Apostólica y Romana como institución en la agenda mediática, social, política y cultural. ¿Qué desafíos y debates habilita? ¿Qué significados tiene para una América latina que se encuentra en un proceso de integración y búsqueda emancipatoria casi inédito por envergadura y apoyo popular?
Analizar toda la complejidad de una historia de quinientos años desde la perspectiva que intentan instalar los medios hegemónicos (las características personales del nuevo Papa) es de un reduccionismo que poco o nada explica. Pobre valor analítico tiene también la perspectiva de filiación racionalista o iluminista que considera a las creencias un mero “opio de los pueblos”, sin comprender que los sentimientos y creencias religiosos son una experiencia social y cultural que atraviesa clases, ideologías y géneros, y enriquece nuestras sociedades con su multiplicidad. Las cuestiones que habilita debatir para nosotros latinoamericanos son quizá de un orden más profundo y hunden sus raíces en la historia latinoamericana y sus relaciones con la Iglesia Católica.
La Iglesia Católica, Apostólica y Romana llegó con los europeos y está documentado históricamente el rol devastador que para los pueblos originarios tuvo la imposición del catolicismo: sus culturas, creencias, lenguas, modos de vinculación familiar y social fueron cuestionados y arrasados. El relato de este avasallamiento (que acompañó y justificó la conquista depredatoria europea) proviene de los propios miembros de la Iglesia de la época, quienes dejaron asentado (a modo de crítica o a modo de expresión del triunfo) la “conversión” llevada a cabo a partir de 1492.
A la vez, casi la única institución de la que surgieron voces críticas sobre la situación indígena en el orden colonial fue de miembros de la propia Iglesia. Aquí radica una primera cuestión central en la relación de la Iglesia con la sociedad latinoamericana: ya durante la invasión y conquista surgieron voces críticas que cuestionaron la praxis del poder. Esta perspectiva fue, sin embargo minoritaria. La Iglesia, como institución del poder colonial, estaba hegemonizada por quienes consideraron que nada de lo que preexistía en América era valioso, institución asociada al rey español, al reparto de tierras y a la distribución de indígenas que enriquecieron a la Corona y a los beneficiarios del orden colonial. Esta dicotomía (Iglesia del poder, Iglesia de los afectados por ese poder) era desequilibrada: el perfil contrahegemónico de los “buenos padres” tuvo muy bajo impacto en las decisiones estratégicas de la totalidad de la institución.
En la independencia latinoamericana, levantamiento criollo, mestizo, negro e indígena, se repetirá la misma dicotomía: la jerarquía de la Iglesia Católica se atrincherará monolíticamente con el poder imperial español y allí están como testimonio histórico las homilías denigratorias hacia nuestros próceres en Bs. As., Salta, Lima, México o Caracas. Con ejemplos tan impactantes como la utilización del terremoto que asoló a Venezuela el Jueves Santo de 1812 para acusar a los patriotas bolivarianos ¡por arrojar el castigo divino sobre Caracas al desobedecer al rey!
A la vez, dos curas (Hidalgo y Morelos), bajo la imagen de la Virgen de Guadalupe, iniciaron la independencia mexicana (luego fueron excomulgados por la propia Iglesia y asesinados por el poder realista). Otros frailes y sacerdotes (como Fray Luis Beltrán en el Río de la Plata) apoyaron la causa patriota, pero fueron una ínfima minoría dentro de las filas de la institución eclesiástica y sufrieron su persecución.
Entrado el siglo XX, la Iglesia Católica enfrentó a la mayoría de los gobiernos democráticos y populares de América latina: el laicisimo y democratismo de la Revolución Mexicana fue cuestionado, también se opuso a la reforma agraria de Arbenz en Guatemala (1951-1954); es bien conocido su rol contra el segundo gobierno de Perón y su alineamiento funcional al discurso y la práctica de la Guerra Fría: oposición al gobierno surgido de la Revolución Cubana, a Allende en Chile en 1970 y, más grave aún, las vinculaciones con las dictaduras militares que asolaron Bolivia, Chile, Argentina, Brasil y Guatemala en los ’70 y ’80.
Obispos como Arnulfo Romero (asesinado por la derecha en El Salvador); Angelelli, y los seminaristas palotinos (asesinados en la Argentina), los sacerdotes y laicos de la “opción por los pobres” y la Teología de la Liberación intentaron acompañar el proceso de emancipación y redemocratización de los pueblos latinoamericanos durante esas mismas décadas. Pero esa pertenencia siguió estando (como aquella de la Conquista o de la Independencia) en los bordes de la institución. Basta ver quién acompaña las fotos de los Pinochet, los Videla, los Bánzer Suárez, para constatar en dónde estaba la Iglesia del poder durante los años dictatoriales.
Nada menor el rol ideológico que la Iglesia cumple en América latina: durante trescientos años, tuvo el monopolio de la religión, la educación y la literatura. En la Colonia no podía profesarse otra religión (judíos, musulmanes y protestantes no podían instalarse aquí, y los cultos originarios eran “herejías”). No podían leerse ni hacer circular libros o escritos sino los autorizados por el Index y si fallaba la persuasión estaba la Inquisición: el Tribunal del Santo Oficio de Lima (existía también en México y en Venezuela) ejecutó entre 1569 y 1736 a 23 personas por judaizantes, seis por protestantes, dos por herejía...
Con la independencia se abre la posibilidad de mayor diversidad ideológica, educacional y religiosa. Décadas de esfuerzos fueron dedicados para ampliar la libertad de leer, escribir, pensar y educar para los latinoamericanos que no concordaran con la perspectiva católica. Construir un Estado laico (con la oposición eclesial) fue la herramienta que permitió comenzar a garantizar iguales derechos educativos, civiles y sociales para todas/todos, al menos en los corpus legales y luego en la práctica concreta. Esta búsqueda está lejos de haber concluido.
En el proceso actual de ampliación de derechos (antes religiosos y de librepensamiento, y hoy de la niñez, de género, de matrimonio igualitario) la Iglesia como institución continuó como en la época en que detentaba el monopolio de lo permitido: sus expresiones públicas en relación a temas necesarios para los pueblos latinoamericanos, referidos a diversidad de género, libertad sexual, matrimonio igualitario, derechos reproductivos, divorcio, siguen expresándose como si los principios válidos para el catolicismo lo fueran para el conjunto de la sociedad. Como si no existiera el Estado laico, como si las diferentes creencias y elecciones de vida que no fueran católicas carecieran de entidad, como si verdaderamente nuestra nación latinoamericana fuera exclusivamente católica y no un verdadero mosaico de creencias originarias, protestantes, evangélicas, afros, judías, musulmanas, agnósticas y ateas. El mito de la nación católica es, hoy, eso, sólo un mito, que implica riesgos de intolerancia que la experiencia histórica latinoamericana amerita atender. La elección de un papa latinoamericano habilita la cuestión de la Iglesia y su rol en nuestro continente. ¿Seguirá siendo la Iglesia del poder o la de los pobres? ¿O ambas a la vez? ¿Podrá dialogar con todas las expresiones de la diversidad desde el respeto y la aceptación o definirá a otras/os exclusivamente desde sus propios parámetros? ¿Será parte de una sociedad latinoamericana cada vez más diversa, heterogénea, democrática y plural?
* Vicedecano de la Facultad de Periodismo y CS de la UNLP.
Opinión
Por Rubén Dri
La verdad de cada uno es su propia historia
El ser humano no es una sustancia estática sino la sucesión de sus propios actos, que es como decir “su propia historia”. En ella se producen cambios a veces superficiales, muchas veces profundos y, en ciertas ocasiones, cualitativos. Pero en ningún momento esos cambios borran, eliminan, hacen desaparecer lo anterior. El caso de Pablo de Tarso que cae fulminado de su caballo no significa que su vida anterior quedase borrada. Siguió estando presente en la memoria. Tanto es así que él siempre recordó que fue perseguidor de los cristianos.
Un personaje importante de nuestra sociedad, llamado Jorge Bergoglio, parece que, desde su llegada al Vaticano, comenzó su historia a partir de cero, realizando en la práctica lo que Descartes había intentado en la teoría, partir de “pienso”, o sea, de la propia conciencia, como si la historia del pensamiento comenzase con él.
El intento cartesiano pronto mostró su fracaso en la medida en que Descartes siguió utilizando las categorías que siglos antes habían sido elaboradas por los filósofos que lo precedieron. Sorpresivamente vimos al Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel a contramano de lo que había afirmado anteriormente, decir que Francisco, o sea, Jorge Bergoglio, no había tenido nada que ver con la dictadura militar y a diversos referentes del kirchnerismo que Bergoglio siempre fue un compañero.
Pero la realidad no se puede borrar con algunas simples declaraciones. Es tozuda y sigue estando presente. Francisco es el mismo que, con el nombre de Bergoglio, y siendo arzobispo de Buenos Aires, enfrentó la política de Néstor y Cristina; es el mismo que procuró articular a la oposición; es el mismo que nunca se acercó ni a Madres, ni a Abuelas de Plaza de Mayo; es el mismo que se opuso a cuanto progreso se realizó en los derechos humanos; es el mismo que llamó a la guerra contra el diablo en el tema del matrimonio igualitario.
Es el mismo que ante la Justicia dijo no tener conocimiento de la apropiación de bebés; es el mismo que, luego de enterarse, nada hizo para poner luz sobre la participación de organizaciones o movimientos de la Iglesia, como el movimiento familiar cristiano, en esa tarea de apropiar bebés.
Es el mismo que por dos períodos consecutivos estuvo al frente de la Conferencia Episcopal Argentina, tiempo más que suficiente para abrir los archivos de la Iglesia sobre la represión durante la dictadura militar genocida y para quitarles las licencias al genocida Von Wernich y al pedófilo Julio César Grassi, sin que haya hecho nada de eso.
Es también el mismo que visitaba las villas, cuidaba de los sacerdotes villeros, hablaba de la pobreza, hacía de la austeridad su modo de vida. Ahora parece que sólo esta parte pertenece a Bergoglio-Francisco, pero no es así. En Bergoglio se encuentran los dos hemisferios enfrentados de manera aparentemente esquizofrénica. Digo “aparentemente”, porque en realidad forman parte de un mismo proyecto político-religioso o religioso-político.
Todo gira alrededor de los “pobres” según la Iglesia, o de los “empobrecidos” según los movimientos populares latinoamericanos. “Una Iglesia para los pobres” nos dice Francisco, pero en realidad debe leerse “los pobres son de la Iglesia” y, en consecuencia, el problema se soluciona con la política pastoral de la Iglesia, o sea, con la caridad.
De esa manera se enfrenta el proyecto político-popular para el cual no hay solución sin el “empoderamiento” popular, sin que los empobrecidos creen su propio poder, el “poder popular”, como lo expresara tan claramente Hugo Chávez en la plataforma con la que se postuló para la presidencia en la última elección.
Los “pobres” de Bergoglio no son los “empobrecidos” de la Teología de la Liberación. Dos proyectos antagónicos que, sin embargo, inevitablemente tendrán espacios de confluencia. La “caridad” es un paliativo necesario en casos frecuentes en nuestra sociedad para salvar situaciones de emergencia, pero no puede ser la solución al problema de la pobreza que sólo se puede ir solucionando en la medida en que los empobrecidos vayan construyendo su propio poder.
De estas dos caras de Bergoglio, la más oscura es la que se nos muestra en la manera con que trató a su antiguo profesor y hermano en la Compañía de Jesús, Orlando Yorio, según quedó plasmado en el “recurso” que este último presentó ante el superior de todos los jesuitas, por intermedio del padre Moura, asistente de la Compañía de Jesús en Roma.
Yorio había sido profesor de Bergoglio, y ahora el ex alumno como superior de su antiguo profesor, lo zamarrea dejándolo en una nebulosa de acusaciones que lo hacían inepto para pronunciar sus votos en la compañía. “Nos parecía injusto –dice Yorio en el recurso–, el proceso de las ‘presiones’, sin que hubiese posibilidad de saber de qué se trataba, sin que el provincial nos acusara de nada y sin que nos hubiese ofrecido una salida concreta. Sólo al final una orden tajante, con la autoridad del general –el superior de todos los jesuitas– y con plazo breve y conminatorio”.
Finalmente, “el P. Bergoglio nos recomendó que fuéramos a ver a Msr. Raspanti. Que él (el provincial) informaría favorable y rápidamente para allanar el camino y que con Msr. Raspanti sería fácil”. Lo que viene muestra duplicidad, la hipocresía y sadismo.
Efectivamente, así continúa el recurso: “Msr. nos recibió muy bien. Se mostró muy dispuesto a aceptarnos. Incluso supimos que ya teníamos parroquias asignadas. Pero cuando llegaron los informes del provincial, todo se detuvo. Msr. Raspanti me pidió que fuera ante el provincial y me retractara. Yo le pregunté ‘¿De qué?’, porque no sabía de qué se trataba. Msr. Raspanti como vio que yo insistía en mi ignorancia me prometió que iba a volver a hablar con el provincial y que a mi vez yo conversara nuevamente con el P. Bergoglio”.
¿Qué había pasado? “Mientras tanto, el vicario de la diócesis y algunos sacerdotes nos dijeron que el obispo (Raspanti) había leído en reunión del Consejo Presbiterial una carta del P. provincial –o sea, de Bergoglio– donde había acusaciones contra nosotros, suficientes como para que no pudiéramos ejercer más el sacerdocio. Era secreto el tipo de acusaciones.”
Bien había dicho el Nobel de la Paz que Bergoglio era ambiguo, pero en realidad eso es poco decir. La actitud descripta en el “recurso” es verdaderamente maquiavélica. La saga sigue ahora así: “Fui a hablar con el P. Bergoglio –continúa Yorio–. Negó totalmente el hecho. Me dijo que su informe había sido totalmente favorable. Que Msr. Raspanti era una persona de edad que a veces se confundía. Msr. Raspanti volvió a hablar con el P. Bergoglio y, según le comunicó al P. Durron, el P. Bergoglio le confirmó todas las acusaciones que tenía contra nosotros. Volví a hablar con el P. Bergoglio y me dijo que según Msr. Raspanti sus sacerdotes se oponían a que nosotros entráramos en la diócesis”.
Como colofón, Bergoglio le comunica al arzobispo de Buenos Aires, Msr. Aramburu, que Yorio no pertenecía más a la Compañía de Jesús, a raíz de lo cual el arzobispo le quita las licencias para celebrar y la Armada tiene vía libre para secuestrarlo.
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