DEPORTES › GRAN PREMIO HISTORICO DEL ACA
› Por Pablo Vignone
Desde Termas de Río Hondo
“Llegamos a un pueblito y nos rodearon los pibes. Abrimos el baúl y sacamos una bolsa de chupetines –cuenta Sergio Galleano, de Mar del Plata, piloto del Peugeot 404 Nº 560–. A los chicos les brillaron los ojos. Preguntamos quién era de Boca, uno solo levantó la mano. Le dimos un chupetín. Entonces, empezaron todos a hacerse hinchas. A nosotros nos interesa dar la vuelta, pero la carita de esos pibes se pagó todo.” Esta es una carrera en la que el resultado es lo de menos. Una competencia particular, con coches que tienen al menos cuarenta años –y algunos dan otras sorpresas–, en la que la gracia no la aportan los relojes, sino las experiencias que sacuden.
El Gran Premio Histórico del Automóvil Club Argentino conmueve a los pueblitos del interior, por su catarata solidaria, por la sorpresa, por la caravana de 300 vehículos venerables, por la sucesión de historias y de algo parecido al deporte caballeresco. “Cerca de Belén, en Catamarca, paramos en una escuelita –relata el experimentado fotógrafo Jorge Durán, que corre una cupé Chevrolet 39 negra–, teníamos 36 pares de zapatillas para repartir, y cuando contamos ¡había 37 pibes! Mandamos a un auxilio de vuelta a Belén a comprar un par más.” El de Durán es el auto de TC mejor clasificado en la general.
Son 4100 kilómetros de paisajes a lo largo de la Argentina. “No es barato –cuenta Angel Luis Lo Valvo, cuyo padre fue el campeón de TC en 1939–. Te gastás de 10 a 12 mil pesos, por lo menos.” Este año no hubo nafta gratis, y dar la vuelta presume cerca de tres mil pesos en combustible. “Pero es una experiencia inolvidable”, dice Lo Valvo, que corre con una cupé Mercury Nº 41 réplica de la que su padre corrió en las Mil Millas de aquel año. Lo acompaña su hija Andrea, que es médica.
¿Viajan rápido? Hummm, no. La carrera es de velocidad regulada, de “regularidad”, como se le dice en el ambiente. No gana el más veloz, sino el que más fielmente cumple con los controles de paso dispuestos a lo largo de la ruta. La hoja de ruta marca una velocidad máxima de 80 km/h en algunos tramos. “Al que sale a fondo lo desclasificamos”, cuenta Luis González, comisario deportivo. Además, muchos de estos coches se romperían con una gota más de exigencia. La idea es competir con seguridad: el Gran Premio se disputa a ruta abierta. Aun en la trepada del cerro San Javier, donde no se puede subir a más de 35 km/h, un colectivo provoca un embotellamiento al bajar en contra de la dirección de la carrera.
Por eso, para estar adelante, no hay que tener un acelerador presto, sino un navegante despierto. Los más eximios llevan un tablero –¡con lápiz y goma de borrar!–, además de calculadora. La mayoría usa unos relojes electrónicos que cuestan 1200 dólares.
Por eso, la clasificación general (si es que importa) está tan apretada. Después de más de 3000 kilómetros de carrera, en Río Hondo el Mercedes Benz 220 modelo 1965 de Tomasello le lleva apenas 9 centésimas al Peugeot 404 1971 de Alvarez Fernández. Hoy el Gran Premio, auspiciado por Peugeot, disputa la quinta etapa rumbo a Paraná y mañana terminará en Luján.
Allí esperan llegar, como todos, Juan Carlos Repila y Eduardo Meijide. Su llegada tendrá algo de mágico. Es que manejan una cupé Ford 1940, que es la misma que Juan Lorenzetti, piloto de Lobos, corrió en la Buenos Aires-Caracas de 1948. Y hay que ver cómo dobla esta joya de historia viva y rugiente.
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