DEPORTES › LA HISTORIA DE GRETEL BERGMANN
› Por Pablo Vignone
En abril de 1933, unos días antes de su 19º cumpleaños, Margaret Gretel Bergmann recibió un telegrama. No eran las mejores noticias: a la atleta alemana le prohibían formalmente continuar integrando el Ulmer Fussball Verein (UFV), el club de fútbol de Ulm en el que practicaba atletismo. Bergmann era una de los dos atletas judíos en ese centro de entrenamiento. La carta seguía los dictados del decreto firmado el 26 de abril, cuando el gobierno nacional-socialista de Adolf Hitler llevaba menos de tres meses en el poder, que prohibía a los judíos ser miembros de organizaciones y clubes deportivos. La filosofía de la decisión había quedado al desnudo en el panfleto “El espíritu del deporte en el Tercer Reich” escrito por el líder deportivo de las SA, Bruno Malitz: “No hay valores positivos para los alemanes en permitir a judíos y negros viajar por el país y competir con nuestros mejores atletas”. La Noche de los Cuchillos Largos, que acabó con la influencia de las SA, estaba todavía a catorce meses de distancia.
Bergmann se mudó a Inglaterra, continuó practicando atletismo y en junio del año siguiente se consagró campeona británica de salto en alto, con una marca de 1,55 metro. El nazismo, entonces, la conminó a volver a Alemania y sumarse al equipo olímpico, ya que la Unión de Atletas Amateurs (AAU) había anunciado su boicot a los Juegos Olímpicos de 1936, en Berlín, a menos que los atletas judíos fueran readmitidos en el equipo alemán. El gobierno nazi pretendió atender la demanda, pero su voluntad era no concederles demasiadas oportunidades a los deportistas raleados. La saltadora regresó a su campo de entrenamiento en Ettlingen, la única atleta judía del lugar. Su compañera de cuarto, Dora Ratjen, mostraba un extraño comportamiento: era la atleta que los nazis pretendían que acabara con Bergmann.
Es que el gobierno de Hitler sólo estaba dispuesto a permitir a un único atleta judío en todo el equipo alemán en Berlín, y ésa era Helene Mayer, la esgrimista que había sido campeona olímpica en Amsterdam 1928 y que, expulsada de su club de Offenbach –como Bergmann de Ulm– en 1933, para entonces ya vivía en los Estados Unidos.
Bergmann quería competir en los Juegos para probar el absurdo de las teorías raciales de Hitler, algo que demostraría con singular éxito Jesse Owens. A comienzos de 1936 era la mejor saltadora en alto de Alemania, y el 30 de junio de ese año, dos meses antes del inicio de los Juegos, en Stuttgart, saltó 1,60 metro, lo que se constituía en record alemán.
“Si esto hubiera ocurrido en circunstancias normales –escribió Bergmann en su biografía– el estadio habría rugido. Pero sólo escuché algún aplauso aislado.” La respuesta a semejante performance brutal: el 16 de julio de 1936, un día después de que la delegación estadounidense abordara en Nueva York el SS Manhattan rumbo a Berlín (y así se despejara cualquier riesgo de boicot), Bergmann recibió una carta de la autoridad deportiva que establecía que “a causa de su mediocre rendimiento” no sería elegida para tomar parte de los Juegos, aunque le ofrecían una entrada gratis para la tribuna. Dora Ratjen competiría en su lugar, aunque sus marcas no fueran records. Tampoco le reconocieron a Bergmann la marca de Stuttgart. Habían borrado todo rastro de su existencia deportiva.
Los Juegos Olímpicos de Berlín dieron comienzo el 1º de agosto de 1936. Mayer, la única judía en el equipo alemán, ganó una medalla de plata vistiendo una esvástica en su uniforme y haciendo el saludo nazi en el podio: su familia aún vivía en Alemania. Dora Ratjen, la atleta que debía aplastar a Bergmann, en realidad se llamaba Heinrich, era un hombre y nunca pudo saltar siquiera el 1,60 metro del record no reconocido de su rival. Murió en abril del año pasado. Saltando 1,62 metro, la húngara Ibolya Csak ganó la medalla de oro. Una ironía: Csak, que falleció en 2006, era judía.
Bergmann pudo haber ganado esa medalla. Con 10 marcos en el bolsillo, se exilió en los Estados Unidos, donde en 1937 fue campeona nacional de salto en alto con una marca de 1,57 metro. Sólo regresó una vez a su país, en 1999.
Recién ahora, una década tras de su retorno y 73 años después de haber marcado el record, la Federación Alemana de Atletismo (DLV) ha decidido reconocer la marca, el record germano de salto en alto de 1,60 metro. El presidente honorario de la DLV, Theo Rous, ha dicho que la rectificación es un “simbólico acto de justicia y respeto hacia Gretel Bergmann”. A los 95 años, desde Queens, Nueva York, donde vive con su marido, Bruno Lambert, de 99 años, ella dice que aprecia el gesto, pero que hace mucho que dejó de pensar en lo que los nazis le habían hecho. “Yo habría podido ganar el oro, cuanto más me enojaba mejor rendía. Pero tantas cosas han pasado en todo este tiempo...”
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