DEPORTES › ADELANTO CUANDO MARADONA DESLUMBRO POR PRIMERA VEZ EN UN MUNDIAL
El 18 de junio, de 1982, en Alicante (España), hizo su carta de presentación. Luego brilló en 1986, lloró en 1990 y le cortaron las piernas en 1994, antes de volver, en 2010, como entrenador. Aquel Argentina 4-Hungría 1 es uno de los 50 mejores encuentros de la historia de los mundiales, incluido en ¡Partidazo!, el libro producido por Ediciones Al Arco, con el auspicio del Ministerio de Educación, que se está repartiendo gratuitamente entre los alumnos de colegios secundarios y que fue escrito por el editor de Deportes de Página/12.
› Por Pablo Vignone
Pocas veces un equipo redujo a cero la diferencia entre la teoría y la práctica como esta Selección Argentina en Alicante. Pocas veces un equipo albiceleste produjo un rendimiento tan lucidamente sólido como ese equipo que César Menotti armó para retener la Copa del Mundo antes de sucumbir ante sus propios fantasmas y contradicciones. Pocas veces hubo tan corto trecho entre lo que se reclama en el vestuario o en la tribuna y lo que se produce en el campo. Basta mirar un compacto del encuentro: hubo no menos de quince situaciones de gol por parte del equipo argentino (básicamente, el mismo que había vencido a Holanda en el Monumental cuatro años antes, aunque con una variante sustancial) contra una sola de los húngaros, modestos herederos de aquella escuela que entronizó a Puskas y compañía en los ’50 después de que durante casi 20 años el fútbol en Budapest fuera materia de debate intelectual.
Aquel partido debe ser recordado, también, porque fue la primera gran actuación de Diego Armando Maradona con la Selección Argentina en los mundiales. Paradójico: fue ante Hungría, un combinado contra el cual había hecho su debut en el seleccionado, cinco años antes, en febrero de 1977, en la cancha de Boca. (¿Será simple casualidad el hecho de que Lionel Messi debutara en la Selección también en un amistoso contra los húngaros?), pero también porque ese de Alicante fue el único gran partido de Maradona, ya por entonces jugador del Barcelona, en el Mundial de 1982.
La Selección venía de caer en el partido inaugural del Mundial ante Bélgica, un rival excesivamente respetado, un respeto rayano en el temor que, en sí, representó la primera de las contradicciones que terminaron hundiendo a ese equipo. Pero Menotti produjo un solo cambio en la alineación para el encuentro con los húngaros, un enfrentamiento decisivo porque una derrota prácticamente eliminaba al campeón mundial. ¿El cambio? Salió Ramón Díaz de la formación inicial, para permitir el ingreso de Jorge Valdano, el mismo que lo había reemplazado en los últimos 25 minutos contra los belgas. El fondo seguía siendo el mismo del Mundial ’78: Fillol; Olguín, Galván, Passarella, Tarantini. Américo Rubén Gallego continuaba como el único hombre de marca en el medio, con el transportador Osvaldo Ardiles a su derecha y la gran novedad del ’82, Maradona, a la izquierda. Ricardo Bertoni y Mario Kempes se sostenían en el ataque, acompañados ahora por Valdano, que sólo resistió otros 25 minutos; se dobló un tobillo en el área húngara y fue sustituido por Gabriel Calderón, otro rescate (como Maradona, como Díaz, como Juan Barbas, que entró en el complemento por Tarantini) del Juvenil campeón mundial de 1979.
“Se había creado un estado de necesidad para el partido contra Hungría –contó más tarde Valdano–. En cada entrenamiento estaba implícito el ánimo de aplastarlos, de convencer, de golearlos. Había un planteo muy agresivo desde la conducción. Teníamos que ser un equipo muy ambicioso, que presionara muy arriba, que tuviera el monopolio de la pelota. Era la filosofía de Menotti elevada a la enésima potencia.”
Hubo 30 mil espectadores esa noche en el José Rico Pérez de Alicante, que aplaudieron a rabiar aquel monólogo futbolístico. La Argentina estaba dispuesta a ganar ensanchando el tenor de sus merecimientos. Salvo Valdano, los otros diez integrantes del equipo eran campeones mundiales y confiaban hacerlo valer. Del otro lado, sólo el trajinado Tibor Nyilasi podía oponer semejante calidad.
Y Maradona cumplió. Anoten: una tijera en plena área grande rival, rodeado de húngaros, después de acomodarla con la cabeza, que el arquero Meszaros contuvo con dificultad; otro cabezazo por encima de la cabeza del golero, tras un centro de Bertoni, que Meszaros sacó al corner con la palma de la mano izquierda; un remate de zurda desde afuera del área, escapándole a la marca de Martos, que el arquero contuvo abajo contra el palo; el centro desde la izquierda para que Passarella se la bajara a Bertoni en el área chica y el ex delantero del Sevilla abriera la cuenta cuando iban 27 minutos; el anticipo de cabeza, un minuto después, tirándose sobre la pelota debajo del arco, después del remate formidable de Bertoni y el rebote en el arquero, para poner el partido 2-0.
Seguimos: el tiro libre por encima de la barrera que Meszaros sacó al corner, la doble pared con Kempes –ya en el segundo tiempo– que arranca con un pase de Ardiles y que culmina con la corrida del Diego sobre la izquierda y el zurdazo seco y furibundo, pisando el área, al primer palo, dónde Meszaros espera para no poder atajarla, el segundo gol de Diego en el encuentro (¡y en los mundiales!), el 3-0.
¿Te parece poco? Esperá. Trámite hiperdefinido, pelotazo largo de Passarella desde campo argentino, Maradona la controla con la zurda primero, con la cabeza después, la baja con la derecha, la pisa con la suela contra la raya para sacarse de encima la marca de Toth, lo deja en el suelo, gambetea una, dos veces a Balint y cuando concita la atención de otro par de húngaros que quieren encerrarlo contra el corner y Balint le tira la patada desde atrás, arroja el centro con la zurda. Bertoni se lo pierde por poco. Hubiera sido el 4-1 (gracias al gol del honor de Poloskei a los 76) que, finalmente, terminó siendo en el último minuto tras una jugada que arrancó Ardiles y terminó el mismo cordobés frente a una defensa mareada, confundida, ya humillada.
Fue el partido más espectacular de Argentina en España. Pero el país vivía un dolor lacerante que le impidió, sin dudas, disfrutarlo. Cuatro días antes había capitulado Puerto Argentino.
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