DEPORTES › OPINION
› Por Matías Godio *
La Selección de Maradona llegó al aeropuerto de Ezeiza y fue acompañada en el trayecto hasta el predio de la AFA por una multitud que gritaba su apoyo y reconocimiento incondicional. ¿De qué se trató exactamente esa expresión tan sorpresiva de afecto después de la contundente derrota contra Alemania? Derrota, dicho sea de paso, equivalente a la del Mundial del ’58 contra Checoslovaquia, y que mereció un recibimiento bochornoso a sus jugadores en ese mismo aeropuerto, y el impulso del modelo de club-empresa en el horizonte del fútbol profesional argentino en la opinión pública de aquellos años.
Efectivamente, 52 años después, Maradona y el Mundial de Sudáfrica establecieron una relación especialmente productiva. Sus conferencias de prensa “brutalmente honestas” hablaban de lo que “estaba en juego”, el modo afectivo con que trataba a sus jugadores –especialmente a Messi– declaraba las condiciones de una herencia popular, y su presencia solidaria en los ejercicios de calentamiento precompetitivo antes de los partidos construía un vínculo de productividad mediática inigualable y original.
Ese vínculo se fundaba directamente en apuntalar con su persona y su historia de vida particular, las necesidades de instituir a las “selecciones nacionales” como eje de una disputa futbolístico-cultural más amplia. Disputa que centraba entonces su potencia y sus significados en una suerte de gran competencia igualitaria entre “culturas” distintas (como naciones unificadas en sus emblemas) y autoafirmadas en los “estilos” de jugar.
Se trata, por así decirlo, de una especie de relativismo cultural bajo el imperio de una política civilizadora de carácter planetario y universal. Las rivalidades son, así entendidas, como la posibilidad de reinstaurar una relación entre el mercado y la democracia, sirviéndose de modelos de conducta y expresión de las millonarias idolatrías. Y en este entrevero, el juicio posible sobre ellas es también el juicio de consumo polifónico sobre su compromiso con los miles de excluidos de los estadios de fútbol.
Sin duda, la mayoría de los que, físicamente, están hoy en Sudáfrica disfrutando de safaris, hoteles y exclusividad farandulera poco se preocupan por los resultados de esa disputa, eso está claro. Pero la catastrófica derrota era por aquí la muestra cabal e indiscutible de los límites de la trayectoria plebeya del gran ídolo, llena de tropiezos y manchas “imborrables” desde su origen. Inclusive, en su última conferencia de prensa después de la goleada, Maradona dejó claro que se trataba de la afirmación de una pertenencia cultural y social. Una falsa “argentinidad” que dejaba sus obvias grietas al análisis intelectual y, para peor, nos hacía presagiar que una vez más él había caído en las garras del negocio mediático, reinventado ahora como director técnico representante de la pasión sin límites del pueblo y de los “terceros mundos”.
El Estado nacional encontró entonces en la derrota un escollo en la necesidad de afirmar un modelo de desarrollo e inclusión, en que el fútbol venía siendo un protagonista desde el año pasado. Pero, afortunadamente, una suerte de “nacionalismo positivo” se apoderó de muchos compatriotas que entendieron que el sacrificio del héroe no debería ser nuevamente el camino a seguir. Ni más ni menos que en Ezeiza, se mezclaban las clases sociales y nos hicieron percibir juntos en qué consistía realmente el riesgo de perder algo, aun simbólico, de lo que había sido recuperado después de tantos años de adorar la tragedia inútil. Y se lanzaron a defenderlo.
Es ésta una oportunidad para comprender mejor cuánto seríamos funcionales a este gran negocio, a esta “batalla” de identidades del “planeta fútbol”, si quedamos atrapados en el papel de los “gauchos pasionales” e “inventivos”, mientras que en las ligas del primer mundo incorporan, cuidadosamente, ese modelo a sus viejos y afilados sistemas de juego e infraestructuras comprando barata nuestra materia prima.
* Doctor en Antropología Social. Profesor e investigador de la Universidad Nacional Tres de Febrero (Untref) e investigador de la Universidad Federal de Santa Catarina (UFSC), Brasil.
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