DEPORTES › OPINIóN
› Por Guillermo Blanco
Es el único jugador que hace ganar a un equipo él solo, después de Diego Maradona. Este latiguillo fue el más contundente cuando en las eternas y a veces inocuas discusiones de café algún insensible o borracho somnoliento trataba de defenestrar a Juan Román Riquelme.
Cuando ponía sus botines en las valijas para viajar al Barcelona, se me ocurrió hacer una semejanza con Diego, no ya en algunas características similares del juego en sí, sino en lo que provocaría en el Camp Nou, por ejemplo en el sublime momento de la ejecución de un tiro libre. Lo imaginaba con esa cadencia en el trote inicial, los hombros hacia adelante y el gozo eterno en su rostro. Y entonces era como si todo el estadio, en vez de gritar, callara. Como si se tratara de un Plácido Domingo a punto de finalizar una obra en el teatro mayor de las ramblas de Catalunya. Hasta que el estallido llegaba después de que la evidencia era total.
No pudo ser, Riquelme se topó con el holandés Louis Van Gaal, a quien no pudo frenar como sí lo hizo Diego con Udo Lattek, quien debió irse para que llegara un Menotti amante del buen juego y del respeto por la gente. Era imposible el arribo de quien pudo cambiarle el destino en el hoy invencible club catalán, obvio, Carlos Bianchi, quien mejor le sacó el jugo en su efectivo paso por Boca.
El Villarreal acaso sirvió para la demostración de sus virtudes, pero el llamado de su representante, Marcos Franchi, al profesor Fernando Signorini –conocedor como nadie de Maradona, con quien trabajó más de una década– fue un toque de atención. Román necesitando ayuda extra...
Su vuelta al fútbol argentino sirvió para que en un equipo no tan contundente como el de antes demostrara que seguía siendo Riquelme. Pero ya no dependían de él los éxitos, en un contexto en declive, como al que fue adhiriendo el fútbol argentino. Y en ese nuevo escenario aparecieron las lesiones, los años y una personalidad que no dejaba resquicios al oscurantismo de un periodismo poco respetuoso, acaso por ignorancia, del juego que representaba –y representa– un diamante de su peso. Y acaso de una manera más inflexible, su defensa a ultranza de la esencia del jugador y del juego lo pusieron en contra del establishment.
Un mediodía del 2009 nos encontramos en un restaurant con Riquelme. Estábamos Angel Cappa, Mauro Navas, el profe Mercuri y un par de amigos de Román. El encuentro estaba establecido para un diálogo que serviría para el libro Hagan juego, que el actual DT de Gimnasia ya había publicado en España pero que DeporTEA repetiría aquí, con el inmenso valor agregado de la inclusión riquelmiana. Fueron tres horas o más en que uno se empachó y no de la comida de Mancini, sino de la para mí asombrosa capacidad de Riquelme para entender esto del fútbol, los secretos del juego, los gustos, el respeto por todo aquello que tuviera que ver con la noción del para qué se juega. Y acá las redundancias de la palabra juego no tienen sentido, porque a cada rato la misma revoloteaba en la mesa.
Es verdad que en algunos momentos parecía un fundamentalista, algo difícil estando de conversación con Cappa. Pero era así. Lejos estaba de este presente incierto para tantos, los habitantes de la buena intención con las ganas y los rezos para que la vuelva a romper, y los otros con la especulación rastrera como esperando lo contrario. Los que se hayan abstenido seguirán, como siempre, navegando en un mar sin agua.
Yo me pongo en la primera fila, como en aquellos imaginarios partidos en el Camp Nou, y saco mi entrada en la primera fila para ver a Plácido Domingo explotando en un grito en el teatro mayor de las Ramblas de Catalunya, a la misma hora, en el mismo minuto en el que Juan Román Riquelme convertía el gol.
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