DEPORTES › OPINIóN
› Por Gustavo Veiga
El fallo del Tribunal Oral Nº 15 instala una sensación de justicia que no se compadece con las víctimas en serie que acumula el fútbol en las últimas tres décadas. Ajustado a un hecho (el crimen de Gonzalo Acro), determina responsabilidades, condena a prisión perpetua a cinco integrantes de la barra brava de River y puede que en ese sentido se ajuste a derecho. Pero la violencia que domina a su antojo en cualquier cancha y sus inmediaciones requiere de una política valiente que exceda el marco de las decisiones jurídicas establecidas por uno o más jueces. Ningún gobierno hasta ahora se ha propuesto aplicarla. Tampoco la AFA, la primera responsable en el círculo multitudinario del fútbol y mucho menos los dirigentes de clubes que, a menudo, son rehenes de un sistema de prebendas que sostuvieron para su propio beneficio y más temprano que tarde modelaron a un monstruo que se les fue de las manos.
Aun cuando quedan instancias para ratificar, rever o moderar las duras penas a que fueron condenados los hermanos Schlenker y cuatro barras (uno más, Martín “Pluto” Lococo recibió diez años de prisión), esta vez, cuatro años y un mes después del asesinato de Acro, da la sensación de que se le hizo una zancadilla a la impunidad. Ocurrió lo mismo con otras sentencias emblemáticas en el pasado. Un ejemplo: aquella que condenó a la cúpula de La Doce por los crímenes de dos hinchas de River ocurridos el 30 de abril de 1994. Unos recibieron penas por las muertes de Walter Vallejos y Angel Delgado y otros por integrar una asociación ilícita.
Pero no siempre fue así. Los Borrachos del Tablón, con otros nombres y en otra etapa, cometieron asesinatos, robos, vandalismos y depredaciones varias sin que los alcanzara un fallo como el del Tribunal Nº 15. El 22 de diciembre de 1996, la barra brava de River mató al joven Christian Rousoulis en Avellaneda, a la salida de un clásico con Independiente. Este caso prescribió y si tiene un hilo que lo vincula con el presente es la misma matriz de violencia. Alan Schlenker (uno de los que recibió perpetua) y Adrián Rousseau, su antagonista en la disputa por el liderazgo reciente, en los ’90 ya gozaban de cierta jerarquía en la barra. Los dos integraban un grupo al que se llamaba “los yogures”. Patovicas torneados en el gimnasio del Monumental y de un pedigrí diferente a la masa que frecuenta el núcleo duro de la tribuna. Jóvenes de familia acomodada, como los Schlenker.
Queda clara una cosa. Más allá de un crimen con condena o impune, el escenario no ha variado un ápice desde que estos grupos se volvieron funcionales a ciertos políticos, sindicalistas y empresarios. Son la patota que puede copar por asalto una tribuna, una asamblea gremial o un acto como el de San Vicente, en octubre de 2006, cuando en la quinta de Perón hubo tiros al bulto y unas cuantas cabezas rotas. Actores de una trama en la que se sienten protagonistas por derecho propio.
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