Dom 01.06.2003

DEPORTES  › PARA EL ESCRITOR Y PERIODISTA MARTIN CAPARROS, LA FELICIDAD FUTBOLERA SUSPENDE EL JUICIO

“Sólo en el fútbol se produce el efecto patria”

Martín Caparrós, bostero escritor y periodista con olfato sutil para la tribuna y el vestuario, reflexiona sin red ni piedad sobre sus propios sentimientos ante el fenómeno gozoso y racionalmente aberrante de la pasión por los arbitrarios colores. Un verdadero lujo.

› Por Facundo Martínez

“Soy consciente de que llegar a ese grado de apasionamiento por la forma en que once muchachos patean un cacho de cuero es indefiniblemente idiota, pero al mismo tiempo estoy feliz de poder hacerlo, de poder suspender el juicio durante esos 90 minutos”, dice Martín Caparrós, para quien resulta casi imposible analizar el fenómeno más allá de su propia experiencia. En este diálogo con Página/12, el escritor y periodista habla de las limitaciones estéticas del juego, de los efectos que produce en los hinchas, de su experiencia en el Mundial de Corea-Japón y, a propósito de las distancias y las mediatizaciones, sostiene que “la autonomía es la única forma para hacer tolerable la cosa”.
–En uno de los capítulos de su libro Bingo, sostiene que el fútbol es uno de escasos mecanismos que siguen produciendo “efecto patria”, ¿por qué?
–Esto del efecto patria lo pensé por primera vez –aclaro que mi pensamiento sobre fútbol es autobiográfico– durante las eliminatorias para el Mundial de Estados Unidos, en un partido ante Paraguay, previo al 5-0 con Colombia. Había un tipo particularmente repugnante, con mucha pinta de milico, y cuando Argentina al fin metió un gol me di cuenta de que los dos estábamos celebrando lo mismo de un modo semejante; y me dio mucho malestar, esa sensación. Entonces comencé a pensar que también Videla festejaba lo mismo, o Macri, por ejemplo, o Menem, o quien fuera. Y me pareció intolerable, una situación que produce un efecto tan igualizador. El fútbol es lo único, creo, que puede producir ese efecto.
–¿Un universal instantáneo?
–Un universal limitado, digamos, a ese grupo de pertenencia. Y ese grupo de pertenencia es lo que habitualmente llamamos “patria”. Lo que compartimos es esa estúpida alegría por lo que hacen unos tipos vestidos con los colores de nuestra bandera dentro de un campo de juego. Se produce como una intensidad pavorosa, que es una forma barata de resolver cierto tipo de cuestiones.
–Muchos habrán sentido eso mismo durante el Mundial de 1978, ¿no?
–Cuando fue el Mundial del ‘78 yo vivía en Francia y trabajaba con un grupito de franceses con los que hacíamos un periódico mural y habíamos sacado un número, que fue un gran éxito editorial, contra el mundial que se disputaba en Argentina. Yo seguía los partidos con bastante entusiasmo y el día de la final había una fiesta en un sindicato anarquista, el de los correctores, y la noche anterior dije que no iba ir a la fiesta porque quería ver el partido. Mis compañeros me cuestionaban eso y yo traté de explicarles: “Si Argentina llega a ganar la gente va a salir a la calle y cuando hay gente en la calle siempre es posible que pueda haber algún desborde, alguna ruptura del orden, en este caso de los militares; y si la Argentina llega a perder el descontento va a ser tan fuerte que puede producir también alguna ruptura”. Eran argumentos paupérrimos. Y al cabo de una hora de argumentación idiota dije: “Si Argentina sale campeón del mundo con los militares, mala leche para los militares”; yo estoy más acá de ese razonamiento y es terrible estar más acá de ese razonamiento y al mismo tiempo saber que uno tiene que estar. Se produce ahí una suerte de parodia, ¿no?, y me parece que también eso es lo interesante del fútbol.
–¿Esa cuestión que plantea continúa vigente?
–Yo sigo a Boca y al Real Madrid. Durante los partidos me posesiono y entro como en un momento de gozoso descontrol en el que lo único que me importa es lo que está pasando ahí pero, al mismo tiempo y en compensación no es que me quede deprimido o feliz una semana. Es algo que se limita muy claramente a ese momento, que me permite dejar de lado todos los razonamientos que conducen mi vida.
–¿Qué sería para usted lo más atractivo que ofrece el fútbol?
–Es algo que me incomoda profundamente y que al mismo tiempo no soy capaz de desdeñar. Lo más interesante es esa especie de momento deestupidez absoluta, de suspensión de la inteligencia. Soy consciente de que llegar a ese grado de apasionamiento por la forma en que once muchachos patean un cacho de cuero es indefiniblemente idiota pero al mismo tiempo estoy feliz de poder hacerlo, de poder suspender el juicio durante esos 90 minutos.
–¿Qué es lo que cree que se pone en juego en esa contienda?
–Eso va más allá de mi compresión del fenómeno. Para empezar, yo soy un mal “bostero”, porque no me gusta mucho ganar 1-0 con un penal injusto en el minuto 92. Me gusta ver un buen partido. Entonces, una primera cosa que se pone en juego es una forma de placer estético, con una estética muy menor, muy limitada. Es decir: las posibilidades de las combinatorias estéticas de un partido de fútbol son limitadas y, sin embargo, consiguen producir cierta emoción estética. Cada vez que veo el gol de Maradona a los ingleses se me corre la misma estúpida lagrimita. Es interesante pensar cómo una estética muy menor consigue emocionar así.
–¿Por cuestiones deportivas o también de otra índole?
–Me parece más interesante y significativo ganarle a Brasil que a Inglaterra. Con Inglaterra hay contenciosos históricos mucho más fuertes que con Brasil, con quienes tenemos una competencia fortísima, pero futbolística. Todas esas cuestiones paradeportivas o nada deportivas que hay alrededor importan menos, aunque estoy seguro de que para mucha gente se ponen en juego otras cosas, como una reivindicación del valor de la patria amenazada, etc. Eso sí me parece particularmente triste. Es la consecuencia más tonta del efecto patria, es un punto que ya es bastante aterrador. Sé que para muchos es así, pero es así aún más miserable.
–¿Cuáles son los peligros que atentarían contra el juego?
–Para conseguir ese nivel de placer y sufrimiento hay que romper cualquier distancia y mediatización. Porque en cuanto aparecen esas mediatizaciones, esas distancias, no puedo más que decirme que esto no merece ni un ápice de todas esas emociones. La autonomía es la única forma para hacer tolerable la cosa. Que el fútbol sea aquello que mueve millones y millones y que más pasiones despierta en el mundo es delirante, pero a mí me sucede. Soy consciente de que si lo racionalizo, me lo pierdo.
–¿No racionalizar el fútbol sería poder sentirlo independientemente de las corporaciones y los intereses que lo atraviesan?
–Curiosamente, por varias razones tendería a creer que en realidad todo este paquete de globalización televisiva del fútbol produce un mejor espectáculo. Punto uno: porque se disuelve mucho la pertenencia acrítica, es decir, hay mucha más gente que ve al Real Madrid sin ser hincha que los que lo son. Para que se consiga eso tenés que dar un buen espectáculo. Entonces, esta globalización produce como uno de sus efectos la necesidad de ofrecer un buen espectáculo. Por supuesto, también se produce un concentración espantosa, con lo cual unos pocos equipos tienen toda la suma del talento mundial pero quizás eso habla de que los países productores de talentos tengan que forzarse más todavía.
–¿Eso sería como aceptar que la realidad del fútbol argentino está cada vez más lejos de la identificación que solía darse entre el hincha y los jugadores?
–Hay una cuestión que resulta interesante y que es cómo desde hace algunos años, y cada vez más, las hinchadas no cantan al equipo sino a sí mismas. Las hinchadas cantan “hay que poner más huevos y todos juntos la vuelta vamos a dar”, “esta hinchada se merece ser campeón”, es decir: las hinchadas le cantan al único invariable que tiene hoy el fútbol. Bueno, esto es una de las consecuencias de la exportación de talentos.
–¿Cuál es la fibra que toca el fútbol como para poder traspasar la frontera de lo privado a lo público?
–El fútbol es el espacio en el que por lo menos yo sé que no voy a producir, que voy a perder el tiempo. Y es difícil encontrar una razón para explicar por qué. Ahora, yo le agradezco infinitamente eso al fútbol, que me brinde esa oportunidad. En cuanto a lo que usted dice sobre lopúblico y lo privado, fueron muy breves durante la historia las instituciones públicas que crearon efectos de cohesión importantes. Digo: finalmente un ejército que marchaba para defender una ciudad era también una institución privada, un grupo de mercenarios pagados por un príncipe o un rey. La totalidad de la sociedad estaba representada también por una institución privada como puede ser la Corona. Quizás este papel de instituciones privadas como sintetizadoras de grandes grupos sociales no sean más que otro escalón en la recuperación de lo que pasó hace 3000 o 4000 años hasta la Revolución Francesa, que es un momento de auge de lo público, algo que hoy está en franco retroceso.
–El hincha no produce, pero la industria del fútbol es altamente productiva...
–Por eso, mucho peor. No sólo uno no produce sino que es el idiota útil para que otros lucren con eso. Es la peor situación posible. Poder aceptarlo sin culpa me parece un alivio extraordinario.
–¿Por qué cree que la industria del fútbol, tan global y productivista como tantas otras industrias, es la que menos se cuestiona?
–Sé que todo esto es un asco, pero la cuota de bienestar que produce es suficiente. Puedo dejar de tomar Coca Cola, pero no de mirar fútbol. El fútbol es una porquería y podría elegir no interesarme por él, pero sería demasiado costoso. A veces pienso que el fútbol es el único espacio donde estoy del lado de los que ganan. En el resto de las cosas estoy del lado de los que pierden, por vocación, por decisión, por condena y por fatalidad.
–¿Es algo así como una garantía para las emociones?
–Es una forma estúpida y barata de encontrarse con emociones indefendibles, de las cuales uno no está orgulloso pero que son lo suficientemente fuertes como para justificar el tiempo que uno pierde. Es el espacio de la salvajería feliz. Y no hay tantos. Yo conozco tres: la mesa, la cama y la tribuna. Y en los primeros dos hay formas de intelección infinitamente más complejas. Uno puede planificar una vida alrededor de lo que hace en la cama o entender la historia del mundo y la cultura alrededor de lo que pasa en la mesa. En cambio, el fútbol no tiene nada de eso. Es bastardo, pegajoso y carece de cualquier prestigio, pero uno la pasa bien, viéndolo y jugándolo.
–¿Es una gran invento de la modernidad?
–Un gran invento, que no tendría por qué serlo. Eso es lo extraño. Muchas veces me pregunto por qué esto produce los efectos que produce, y no tiene nada a priori para producirlos. No habría pasado nada en la historia si no hubiera aparecido el fútbol. Yo lo entiendo como un plus innecesario, y eso es lo interesante. Ahora, también se puede decir que el fútbol es uno de los pocos hechos que ocurren en el mundo de los cuales uno es partícipe.
–¿Sería posible imaginar su fin?
–A mediano plazo es algo totalmente pensable. Ya hubo otras formas innecesarias que ocuparon el lugar que el fútbol ocupa y que desaparecieron. El fútbol, como otros deportes, tiene condiciones técnicas de nacimiento muy definidas; por ejemplo, necesita una concentración humana muy importante. Es muy probable que de acá a 50 años la idea de que 50.000 personas se reúnan en un lugar para presenciar un partido sea totalmente superada por las condiciones técnicas, que no van a ser las mismas que le dieron nacimiento. En el Mundial de Corea-Japón parecía que la gente que estaba en las tribunas era como una molestia necesaria para televisar los partidos, porque quedaría feo un partido sin espectadores, sin gente gritando alrededor. A los coreanos se les regalaba una camiseta de un equipo para que lo alentaran y al día siguiente le daban otra camiseta y, por otra parte, a los que venían de afuera les hacían todo difícil, para complicarles la vida: no había ni trenes que te llevaran a los estadios ni carteles para orientarse. El espectador era una molestianecesaria sólo porque la escenografía de un partido de fútbol supone todavía que haya gente vociferando en las tribunas.
–¿Qué experiencias le dejó el haber presenciado ese Mundial?
–Produjo una crisis seria en mi interés futbolístico. Ver a toda ese gente que había viajado 20.000 kilómetros para llegar a un lugar donde lo único que justificaba su presencia eran esas dos horas de partido cada tres o cuatro días y demás, me pareció de pronto como ver que el rey estaba desnudo: veía demasiado cómo uno entregaba a ese estúpido ejercicio mucho más que lo que el ese estúpido ejercicio se merecía. Era la primera vez que estaba en un Mundial y la sensación no fue de placer sino de molestia. ¡Haber hecho tal despliegue para algo tan menor!
–¿Y ni hablar de las expectativas frustradas?
–No tenía muchas expectativas, porque aunque el equipo de Bielsa ganaba, en partidos casi todos de cabotaje, no me gustaba cómo jugaba. Pero lo que más recuerdo es el maltrato al que nos sometían Bielsa y los jugadores. Eran gente que los tenías a diez metros y no se dignaban a contestarte media pregunta. Me pasó de subir a un ascensor y encontrarme a solas con Juan Sebastián Verón, con 17 pisos por delante. Yo tenía una camarita en la mano y, haciéndome el simpático, le dije: “Todos te están buscando y yo te encuentro. ¿Me contestarías dos preguntas?”. “No estamos en horario de atención a la prensa”, me contestó. “Me podés decir que no, pero no ser tan desagradable”. ¿Qué identificación podía uno tener con esos jugadores? Confieso que, estando ahí, te daban ganas de que Argentina perdiera con Suecia. Incluso en ese momento dije que si Argentina seguía jugando así íbamos a ir del desastre de Suecia al desastre con Suecia. Yo esperaba que el fracaso sirviera para empezar a jugar un poco al fútbol.
–¿Cree que habrá que seguir esperando?
–A mí lo que me gusta de un partido de fútbol no es perder o ganar sino disfrutar, y ver un partido de Bielsa es un aburrimiento. Era muy curioso, porque aunque el equipo ganara nunca la pasábamos bien. Es todo lo contrario a la dinámica de lo impensado, es la estática de lo hiperpreparado. El Mundial del Japón era una de las pocas oportunidades para que Argentina hiciera lo que hizo Brasil en el ‘70: teníamos cuatro o cinco “diez” para jugar. Riquelme, Aimar, Ortega, Gallardo... ¡Como hizo Brasil esa vez, y fue el mejor equipo de la historia!, al menos como homenaje.
–¿Estando en Japón, no confió en Bielsa?
–Creo que es una especie de chiflado grave, no un loco simpático. Yo lo vi de cerca en la conferencia de prensa anterior al partido con Inglaterra en Sapporo y me preocupó, porque era un tipo incapaz de mirar a nadie, estaba todo el tiempo con la mirada huidiza para abajo, para arriba, como asustado; una especie de conejo acorralado. “Este hombre no puede llevar a nadie a ninguna parte”, me dije. Me incomodaba físicamente estar delante de una persona que hablara con esa actitud corporal. Y decía frases que eran como el colmo del kitch intelectualoide. Lo único que hacía era contribuir con mucha justicia al descrédito del pensamiento, porque hacía pasar por pensamiento lo que no era más que maraña o cursilería.
–Leí que usted divide al fútbol entre los nueve y los diez. ¿Puede explicar esa división?
–Es la división de la estética contra el productivismo, de la creación y el que se aprovecha de esa creación. Los nueves más famosos son los que se aprovechan de lo que otro ha inventado, es decir, reproducen una relación bastante común en nuestra sociedad. Está claro que no hay mayor nobleza que la de los jugadores creativos, tan claro como que cada vez hay más equipos que tratan de jugar sin diez, y eso no le hace muy bien al fútbol.

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