› Por César R. Torres *
En un escrito publicado una semana atrás en The New York Times, Les Dreyer, un violinista jubilado de la Metropolitan Opera Orchestra, dice haber temido que la música clásica estuviera condenada en los Estados Unidos en el momento en que un alumno de escuela primaria le preguntó si Richard Wagner era un lanzador de los New York Yankees, uno de los dos equipos de béisbol profesional de esa ciudad. Dreyer no atribuye el moribundo estado de la música clásica a la prevalencia del deporte en la sociedad contemporánea. Sin embargo, la anécdota implica una postura que entiende al deporte como una actividad baladí, sobre todo cuando se lo compara con la música u otras expresiones artísticas. ¿Habría pensado lo mismo Dreyer si el alumno le hubiera preguntado si Wagner era miembro del New York City Ballet?
El menosprecio del deporte no es nuevo. Baste una muestra: Jorge Luis Borges consideraba que los deportes eran actividades de insensatos y que los ingleses deberían ser criticados por haber propagado globalmente tantos juegos estúpidos. Presumo que una versión moderada de esta visión aún cuenta con numerosos adherentes, ya que no es infrecuente, por ejemplo, escuchar con marcado desprecio que el fútbol se reduce a once jugadores contra otros once corriendo detrás de una pelota. Dicho menosprecio es injustificado. Aunque una defensa completa excede este espacio, a continuación se presentan tres argumentos en este sentido.
En primer lugar vale la pena recordar, a partir del trabajo del filósofo escocés Alasdair MacIntyre, que el deporte, al igual que el arte, es una práctica social. Vale decir que el mismo es una actividad coherente y compleja de carácter cooperativo con bienes internos (aquellos que sólo se materializan por medio de la práctica en cuestión) y estándares de excelencia. Los dos últimos elementos son especialmente importantes porque al constituirlas y definirlas proveen a las prácticas sociales con una identidad propia y única. Involucrarse en una práctica social implica reconocer sus bienes internos y estándares de excelencia, comprometerse a cultivarlos y ennoblecerlos, aceptar ser juzgado en función de los mismos y respetar a la comunidad de practicantes que también permite su existencia, manutención y avance. Podría decirse que en tanto práctica social, el deporte representa un “estilo de vida” signado por la búsqueda de la excelencia atlética y, consecuentemente, por el ejercicio y la extensión de las capacidades y virtudes necesarias para lograrla. Así, el deporte facilita, tanto como el arte, la noble aspiración del rendimiento excelso.
De lo afirmado anteriormente se desprende un segundo punto importante. El deporte no sólo es compatible sino que requiere y activa la actitud estética. Los bienes internos y estándares de excelencia constitutivos y definitorios de cada deporte conforman sus atributos estéticos porque son intrínsecos a los mismos e identificados como dignos de atención sostenida por la comunidad de practicantes. El placer y los juicios estéticos emergen desde y retornan a estos atributos. Tanto los deportistas como los aficionados, al igual que los periodistas especializados, interpretan al deporte estéticamente. Esto es así porque su accionar y sentimiento están causados y dirigidos hacia los atributos intrínsecos del mismo, considerados dignos de atención sostenida. Por ejemplo, el lamento semanal por la carencia de “buen” fútbol en el torneo de Primera, ése que muchos especialistas defienden en este diario como “el que le gusta a la gente”, manifiesta la actitud estética. Nada de lo expresado sugiere que el deporte sea arte. Se menciona la faceta estética para resaltar que los amantes del arte y del deporte comparten más de lo que suele creerse. En cierta medida, las valoraciones que se ejercen en la tribuna y en el museo son de carácter similar.
Un tercer argumento también está relacionado con la articulación del deporte como práctica social y la preponderancia de sus bienes internos y estándares de excelencia constitutivos y definitorios. El filósofo estadounidense William J. Morgan afirma en un trabajo reciente que la buena vida incluye el compromiso de todo corazón (wholehearted engagement) en alguna actividad. Este compromiso, apasionado, consciente, atento y comunitario, orienta y enriquece la existencia humana. Asimismo, Morgan afirma que el deporte es una de las pocas actividades en las que dicho compromiso es tanto visible como valorado. Y es especialmente apto para el compromiso de todo corazón porque al focalizar en los bienes internos y estándares de excelencia su lógica invierte el instrumentalismo vigente en la sociedad. Es decir, para dedicarse de lleno al deporte se debe estar motivado y valorarlo principalmente por lo que es y no por los valores externos, como el dinero o la fama, que su práctica posibilita. Piénsese en la satisfacción de una jugada colectiva bien ejecutada y, más ampliamente, en el valor de una vida dedicada a perfeccionar el fútbol. En este sentido, el deporte es tan capaz de inspirar una vida buena como el arte, con la ventaja de su popularidad y de que su lenguaje de juicio y apreciación está al alcance de muchas más personas.
Claramente, el deporte está lejos de ser una actividad baladí e infértil. Es indudable que su práctica y organización están plagadas de problemas y excesos variados. Lo mismo puede decirse de la música y otras expresiones artísticas. La vida de Wagner, su obra y el uso que le dio el nazismo lo ejemplifican. Pero esto no invalida el potencial del arte ni el del deporte. Otro Wagner, Billy (foto), ejemplifica este potencial: fue un eximio lanzador que en 15 años de carrera “salvó” más de 420 partidos y participó en siete juegos de las estrellas. Entre 2006 y 2009 lanzó para los New York Mets, el otro equipo de béisbol profesional de esa ciudad. Quizás el alumno citado por Dreyer haya pensado en Billy cuando le preguntó si Wagner era lanzador de los New York Yankees. Ciertamente, el béisbol había captado su atención de manera que la música clásica no lo había hecho. Sería oportuno que el alumno y Dreyer pudieran reconocer que tanto el deporte como el arte nos permiten, parafraseando al escritor Juan Sasturain, la aventura de descubrir un sentido. Para ello también hay que despojarse de algunos prejuicios. Caso contrario, el talento y los logros de la pianista Martha Argerich, por poner un ejemplo, seguirán siendo preponderados sin mayor justificación por sobre los del futbolista Lionel Messi.
* Doctor en Filosofía e Historia del Deporte. Docente en la Universidad del Estado de Nueva York (Brockport).
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