DEPORTES
› COMO LA DELINCUENCIA COMUN SE INFILTRA EN LAS BARRAS BRAVAS
El fútbol se va a dormir con el enemigo
El enfrentamiento entre las barras de Racing e Independiente, que dejó un muerto como saldo, permite sacar a la luz un costado muy oscuro del cáncer que carcome al fútbol: cómo se aprovecha un espacio de impunidad para delinquir en la cancha.
› Por Gustavo Veiga
El cóctel, si se mezclan los ingredientes en las proporciones indicadas, genera un efecto letal. Delincuencia común, barras bravas, connivencia e imprevisión policial, dirigentes cómplices y, sobre todo, un Estado tan devastado como ausente, combinados con la innumerable cantidad de armas que abundan sin control alguno en nuestra sociedad, proporcionan un diagnóstico desalentador. Así lo sintetizó un funcionario civil de la seguridad deportiva: “Lamentablemente, las muertes van a seguir”. Tras difundirse el deceso de Sebastián Garibaldi, la tercera de las víctimas que arrojó el fútbol durante el pasado fin de semana, la sensación que queda es ésa. Pero además, toma fuerza una idea: la impunidad con que actúan los violentos en las canchas y sus inmediaciones ha sido percibida por el crimen organizado como un estímulo para operar. “Se dieron cuenta de esto y aparecen los días de partido. Por eso, hay tanta fragmentación entre las hinchadas, ya que la lucha por el liderazgo equivale a pelear por un botín”, le confió a Página/12 la misma fuente. Los hechos de sangre protagonizados por los “pesados” de Racing e Independiente refrendaron, una vez más, que el fútbol duerme con un monstruo a su lado. Quienes lo engendraron siempre temieron ser devorados. Porque les abrieron las puertas de sus clubes, lo sentaron a la mesa y les dieron de comer, en un sentido entre literal y metafórico. Entradas, dinero y espacios reservados para sus pertrechos son las principales ventajas que obtienen estos grupos, a los que, hasta hoy, casi nadie se atrevió a desalojarlos del quincho, ni a escupirles el asado.
Las fuerzas combinadas de delincuentes comunes y barrabravas, quienes son “perejiles” en la jerga de los primeros, no respetan jurisdicción alguna. La historia del clásico de Avellaneda repara en algo más que estadísticas; también se escribe en base a prontuarios. Un hecho que pasó inadvertido en su momento, indica hasta dónde pueden llegar la saña y el frenesí de estos grupos. Hace casi un año y minutos antes de que jugaran Racing e Independiente en Mar del Plata uno de los tantos e innecesarios amistosos del verano 2001, las dos barras se cruzaron a los tiros en la esquina de la avenida Juan B. Justo y San Juan. Tres individuos resultaron baleados con armas de calibre 22, pero nada les impidió ir en ese estado a ver el partido. Uno de estos personajes, vencido por el dolor, debió ser hospitalizado con una herida en la ingle momentos después.
El 9 de setiembre del año pasado, luego de que Racing y Belgrano empataran 0 a 0 en la cancha del primero, un hincha de la Academia terminó asesinado con 17 puntazos sobre el cuerpo, en el Puente Bosch de Avellaneda. Una muerte que, aún hoy, los más violentos de Independiente se adjudican. Nadie está a salvo. Y, mucho menos, una familia tipo de vacaciones. En la enésima versión del clásico disputado en Mar del Plata durante enero último, cuando el partido finalizó, un hombre, su esposa y tres hijos fueron asaltados en la tribuna de Independiente. No se trató del hurto cometido por un típico punguista. Los damnificados vieron como les apuntaban con un arma de fuego. Después del susto, presentaron una denuncia en la comisaría móvil del estadio que, hasta ahora, no arrojó resultados.
Estos hechos son los más graves de una serie que se completa con los insultos que recibió Fernando Marín el 13 de enero, por su aparente negativa a otorgarle entradas gratuitas a medio centenar de barrabravas y el apriete que sufrió el plantel que conduce Néstor Clausen, cuando estaba concentrado en la bucólica Open Door, el viernes 15. Incluso, el intento que hizo la barra de Independiente para entrar en malón al estadio de Racing y que finalizó con piedrazos y gases lacrimógenos el sangriento domingo 17, pasó casi ignorado por el luctuoso saldo que tuvo el tiroteo de ese día. Como además representó una curiosidad que, el Gordo Raúl, líder de este grupo, pusiera orden cuando sacósúbitamente un talonario de entradas después de la avalancha para ingresar sin ellas.
Hace años que estos sucesos se toleran con naturalidad, como si no expusieran a la muerte a los espectadores y trabajadores del fútbol en general. El antídoto que ya se probó para contrarrestarlos demostró que no tiene eficacia: el reglamento de la AFA que se aplica a los clubes, pero no a sus hombres (dirigentes, socios e hinchas) y leyes vigentes que, en raras ocasiones, se emplean con todo su peso: la 20.655 de Fomento y Promoción del Deporte, la 23.184 modificada por la 24.192, de Prevención de la Violencia en los Espectáculos Deportivos y el decreto 1.466/97.
Cabe agregar que, a estas normativas no adhirió casi ninguna provincia, a excepción del territorio bonaerense y la ciudad autónoma de Buenos Aires, que también poseen su propia legislación específica. En consecuencia, si las leyes tienen el efecto de una lengua muerta, si los magros organismos de seguridad deportiva se limitan a diagnosticar el riesgo de cada partido, si ciertos funcionarios policiales confiesan sentirse “sorprendidos” porque una barra brava come asado en un quincho velando sus armas y, por último, si la AFA deslinda responsabilidades como si nada hubiera ocurrido, llegamos a la conclusión que todos practican un juego macabro.
El secretario de Seguridad Interior, Juan José Alvarez, quien el viernes 15 convocó a una reunión informal con periodistas para intercambiar ideas sobre la violencia en el fútbol, debería saber que en un ámbito de su área, como el Comité de Seguridad en el Fútbol, durante el último encuentro celebrado el miércoles 20, la única y elíptica mención a los gravísimos incidentes de Avellaneda que constaba en el temario era ésta: “Se ponen a consideración del Comité los informes policiales relativos a los incidentes de violencia producidos durante las últimas fechas. Se entrega a la AFA una copia de los mismos, a fin de que el Tribunal de Disciplina investigue los hechos y aplique las correspondientes sanciones”.
¿A quién? ¿A quiénes? ¿A un club o a una empresa? ¿A Blanquiceleste SA o a la asociación civil Independiente? A juzgar por las primeras miradas inquisidoras, éstas se posaron sobre Racing 2000, la compañía que explota las instalaciones sociales de la Academia. Entiéndase la pileta de natación, el quincho, en fin, sectores que debían estar vedados a toda actividad de socios o simpatizantes. Sin embargo, allí apareció la llamada Guardia Imperial a consumir algo más que un asado. Los primeros testimonios recogidos en el lugar indicaron que la batalla empezó con una agresión de los barrabravas de Independiente. De ahí a que se convirtieran las callecitas del barrio en un campo de tiro, apenas hubo un paso.
Pero es la comilona de los “pesados” racinguistas la que ocasiona un vacío disciplinario. Si se abonara la hipótesis de que a Racing 2000 le cabe responsabilidad por semejante imprevisión, “no está sometida al régimen disciplinario de la AFA, por lo que no le es aplicable ninguna sanción”, admitió un integrante del Comité de Seguridad. Mientras tanto, Fernando Marín, adelantándose a todos, ya había expresado: “No tenemos nada que ver en todo esto”. Quizá, por estas horas, evalúe que el riesgo empresario en el fútbol equivale a algo mucho más importante que la compra de un jugador con escasas condiciones o al acierto en la contratación de un técnico. Es la vida misma de los espectadores, por quienes debe velar la policía que contrata.
Respecto a estos acontecimientos que precedieron al clásico entre Racing e Independiente, ya se sabe lo que piensa el denominado Tribunal sobre ellos. “Son de incumbencia exclusivamente policial, por lo cual, resultaron ajenos a ambas instituciones, las que no resultan responsables”. Esta posición obtusa sería interesante cotejarla con laactitud que adoptó ese organismo tras un episodio muy similar al de Avellaneda que ocurrió el 17 de diciembre de 1995, en el estadio de Estudiantes de La Plata. Esa tarde, la barra local tiroteó a la de Gimnasia desde una terraza interna ubicada en las instalaciones sociales del club, como respuesta a un ataque que habría provenido desde el bosque platense. Martín Orelli, un joven que recibió un balazo en la cabeza, murió tiempo después: el 30 de abril de 1997. Además de su cuerpo inerte, quedaron esparcidas en el lugar unas cincuenta vainas servidas de calibre 22 y 32, cuando no se habían consumido las brasas del asado que habían devorado casi mil hinchas de Estudiantes. Los dos hechos también guardan otras analogías: el clásico de La Plata se disputaría momentos después en la cancha del Lobo, las autoridades de Estudiantes no habían cerrado el club a los violentos comensales, la policía miraba para otro sitio y la causa pasó a denominarse “Homicidio en riña”, como ahora.
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