DEPORTES › OPINION
› Por Gustavo Veiga
En nombre de un festejo autorreferencial, el día del hincha de Boca, se puede robar, saquear, romper todo lo que hay a mano, incluidas cabezas ajenas. En este caso de policías de la Federal.
En nombre de la pasión –¿qué pasión?–, el ministro de Justicia y Seguridad porteño, Guillermo Montenegro, juega un picadito con amigos en la Bombonera mientras le toman el centro de la ciudad por asalto. Es el mismo que sortea camisetas de Boca en su Facebook y dice: “Qué lindo es ser bostero”.
En nombre del fútbol, sin siquiera un éxito deportivo que lo estimule –el equipo de Carlos Bianchi no ganó ningún título este año–, se transforma a Buenos Aires en un caos de botellas rotas, piedras, palos y demás vestigios de violencia y alcohol.
En nombre de los colores, se ponen en peligro vidas propias y ajenas; y la vuelta a casa después del trabajo se convierte en un jeroglífico casi imposible de descifrar.
En nombre del 12-12 se baja la bandera argentina de la Plaza de la República y se iza en su lugar una de Boca, como si se tratara de la patria liberada de la sinrazón boquense –en este caso–, que bien podría ser la de cualquier otro territorio futbolero. Por fortuna, todavía no se les ocurrió lo mismo a los demás credos devotos de la pelota.
En nombre de la desmesura que habita en un deporte que cada cual juega a su manera, de una cultura del aguante que naturalizamos, toleramos rituales que derivan en una muerte posterior a los hechos del Obelisco (la de Rafael Ruiz, un hincha de Boca que viajaba en el ferrocarril Roca y que terminó muerto de dos balazos).
En nombre de exteriorizar nuestra fe futbolística –queda bien, algún funcionario como Montenegro pensará que acerca votos– no se prevé lo que pasó el jueves en nombre de la camiseta y sí se prevé la represión contra trabajadores en el Hospital Borda, una protesta en el Centro Cultural San Martín, y toda demostración organizada que exija una reivindicación social en el espacio público que el gobierno de Mauricio Macri declara defender.
¿En nombre de qué marchamos, festejamos, de qué pasión les servimos la mesa bien servida a los que, a río revuelto, roban y rompen, rompen y roban, escudados en los colores?
Esa es su mejor coartada, el salvoconducto para invitarlos a una fiesta que no es suya. Por lo que vale la pena preguntarse si tiene sentido convocar, autoconvocarse o ser parte de un festejo que –está visto– por segunda vez consecutiva no termina en festejo. O, lo que es igual, se transforma en la fiesta de un grupo que disfruta de la violencia tan real como simbólica.
Esta última se proyecta en los mensajes de las redes sociales o los foros, con la habitual discriminación hacia los hinchas de Boca. Torna viral al racismo, lo justifica, precisamente porque se percibe en el otro una violencia que pareciera ajena. Como si no estuviera extendido entre nosotros ese comportamiento que sintetiza tan bien un hooligan inglés en el libro Deporte y ocio en el proceso de civilización, de Norbert Elias y Eric Dunning.
Decía el hooligan: “Yo voy a los partidos por una sola razón: el aggro (1). Es una obsesión, no puedo dejarlo. Disfruto tanto cuando estoy en ello que casi me meo de gusto en los pantalones. Buscándolo, recorro todo el país. Todos los días, por la noche, damos vueltas por la ciudad buscando camorra. Antes de los partidos vamos como si nada, con pinta respetable... luego, cuando vemos a alguien con aspecto de enemigo, le preguntamos la hora; si responde con acento extranjero, le damos una paliza; y si lleva dinero encima, se lo quitamos, además”.
(1) Aggro significa conducta agresiva y lo que ésta implica, dice el libro: “Irritar, exasperar, provocar, vejar”. En la ciudad de Buenos Aires, unos cuantos delincuentes camuflados de hinchas de Boca tuvieron vía libre para hacer eso y mucho más.
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