DEPORTES › OPINION
› Por Daniel Guiñazú
Daniel Scioli se dio el gran gusto. Y tanto esfuerzo económico, humano y publicitario le rindió sus frutos: su protegido Víctor Emilio Ramírez volvió a ser campeón del mundo. Pero no del todo. Su victoria por puntos del sábado a la madrugada ante el nigeriano radicado en Los Angeles, Ola Afolabi, sólo le permite ostentar el título interino de los cruceros de la Federación Internacional. El definitivo le pertenecerá si logra derrotar al cubano residente en Alemania Yoan Pablo Hernández, cuyo campeonato entró en receso por una lesión muscular rebelde.
El gobernador bonaerense y precandidato a la presidencia de la Nación no escatimó despliegue para respaldar las pretensiones de Ramírez: aportó fondos cuantiosos para que la pelea se realizara en sus instalaciones de Benavídez, en Tigre. Y tiñó de naranja todo cuanto podía llevar ese color: la lona, las cuerdas, los pantalones del boxeador, la ropa de los segundos y hasta la camisa de Osvaldo Rivero, el manager del llamado Tyson del Abasto.
Scioli tiene una fuerte conexión personal con la pesada historia de Ramírez: lo rescató de la calle y le financió su primera campaña rumbo al título de la OMB, que ganó y perdió en 2009. Y volvió a sacarlo del vicio y las pésimas compañías en 2013 cuando lo convenció de que las paredes de su gimnasio en el Abasto eran mucho más hospitalarias que las de una cárcel. Ramírez, un vigoroso muchacho de 31 años, con escasas, luces pero con un enorme corazón de peleador, le devolvió tantas atenciones y pudo volver a conseguir un título del mundo, aunque por ahora se trate de un interinato.
En el futuro inmediato lo esperan dos grandes de- safíos: seguir siendo campeón el mayor tiempo posible y mantener alejado de su vida a sus amigos del pasado. De esto dependerá aquéllo. Y bueno sería que, decantada la alegría de los festejos, Ramírez pueda llegar a entenderlo.
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