DEPORTES › OPINION
› Por Gustavo Veiga
No hay manera de entrarle al tema por una vía original, inédita y mucho menos moralizadora. No hay caso. El fútbol se lo comió todo y en nombre del fútbol se hace cualquier estrago. Esta vez fueron uno o más individuos identificados con Boca. En el pasado reciente o en tiempos más primitivos, de otros equipos. La violencia quedó más expuesta ahora porque pasó en un clásico, el clásico más esperado de los últimos diez años. Y despertó reacciones de las más variadas por el método empleado: un ataque con gas pimienta a jugadores de River que salían por la manga a la cancha para disputar el segundo tiempo. No hicieron falta piedrazos. Ni otros objetos contundentes. Es más, en la noche del partido inconcluso de la Bombonera, un hincha local agregó una provocación sofisticada: desde la bandeja baja que da al Riachuelo, manipuló un drone con el fantasma de la B. Se completaba así una coreografía grotesca.
El problema más grave es que la violencia en el fútbol se naturalizó hace décadas. Es anestésica. Nos parecen normales, ajenas, sus centenares de muertes y no nos indignamos hasta que se produce la próxima. Ciertas formas de agresión se presumen transgresoras, permitidas, en el plano concreto o simbólico. Se confunden el folklore del fútbol y las cargadas para mortificar al otro, humillarlo, hasta transformarlo en el enemigo público número uno.
No se lo trata como a un adversario que merece respeto y sí aquel al que debe pisárselo. Vale todo y no importan los medios para lograrlo. Con gas pimienta o sin él, con trampas, patadas alevosas o con cualquier otra viveza criolla que arrastramos desde nuestra peor tradición futbolera. Un mal ejemplo que a menudo es noticia en todo el mundo.
Pero hay diferentes grados de responsabilidad en el problema. Los dirigentes están para dirigir, no para sacar ventajas de una situación donde está comprometida la salud de futbolistas. La Policía Federal para prevenir y actuar cuando se produce un hecho y no cuando culmina y tiene consecuencias demoledoras. ¿O para qué están las decenas de cámaras que monitorean un estadio y que los clubes pagaron por fortunas? ¿Para qué está la seguridad privada de un club como Boca, formada a imagen y semejanza del comisario Jorge “el Fino” Palacios y el fiscal federal Carlos Stornelli, ambos responsables del área bajo las presidencias de Mauricio Macri y Daniel Angelici, respectivamente?
El desastre de la Bombonera es una posibilidad histórica para barajar y dar de nuevo. Pero con las cartas que juega el fútbol no puede ganar ni con 33 de mano. Los funcionarios y dirigentes se hacen los sotas, los jugadores tienen menos credibilidad que un ancho falso, los árbitros menos peso que un seis de oro y la mayoría pacífica de los hinchas valen para las autoridades menos que un cuatro de copas. El ancho de espadas, por ahora, ya sabemos quién lo tiene.
No queremos regalarle el fútbol a esa mafia que viene ganando de mano hace décadas. Con su capacidad intacta para extorsionar, amenazar y, cuando le resulta indispensable, matar. Pero de tan desgastante y tan inocua que es la prédica (eso somos, predicadores del sinsentido), a esta altura parece que es “mejor no hablar de ciertas cosas”, como cantaba Luca Prodan. Está probado. En este tema es al cuete.
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