DEPORTES › OPINION
› Por Facundo Martínez
Todo pasó muy rápido. La renuncia de Messi a la Selección después de fallar su penal en la definición de la Copa América Centenario frente a Chile y de perder una tercera final consecutiva; su alma destrozada; la catarata de críticas insostenibles; su posterior transformación apotéotica; y, finalmente, su regreso al equipo nacional concretado ayer en Mendoza frente a Uruguay, por las eliminatorias.
Muchas cosas cambiaron entre tanto. Se fue Martino y llegó Bauza, el encargado de convencerlo, de repatrialo. Aunque seguramente no debió hacer un gran trabajo. Tal vez algún mimo. Es obvio que Messi quería volver. Mascherano, su gran amigo y compañero en el Barcelona, lo dijo con claridad: “Messi no puede prescindir de jugar con la camiseta argentina”. Ya se le había pasado la bronca, el fastidio y, además, había pagado bien su falla cargándose sobre sus espaldas una frustración que era de todos, absolutamente. Si ese día fatídico pareció romperse algo dentro de Messi, algo también renació dentro de él. Un nuevo liderazgo.
Y anoche volvió Messi, el mismo de siempre pero a la vez distinto. Rubio, barbudo, más líder y mucho más guerrero. Se lo vio bajando a buscar la pelota, corriendo por el frente de ataque, asociándose felizmente con Dybala, e intentando cada vez que pudo atravesar la línea defensiva uruguaya por la franja central, donde lo frenaban Godín y Giménez, con atención personalidada, topetazos incluidos. Ni siquiera se quejó Messi. Se mostró fuerte, decidido, impetuoso. Y esa actitud le permitió volver al gol, sobre el final de la primera parte, con un zurdazo que se desvió en Giménez y descolocó al arquero Muslera. También se lo vio activo como capitán. Ahí estaba el rubio, prendido en los reclamos, discutiéndole al chileno Bascuñán su decisión de echar a Dybala –que, por otra parte, la estaba rompiendo– justo antes de irse al descanso.
En esa misma sintonía jugó el rubio todo el segundo tiempo. Se hizo un festín por el lado de Fucile, otro que lo había atendido en la primera parte y que en la segunda no lo podía parar; siguió corriendo como un condenado y, aunque por momentos se tiró un poco atrás, lógicamente por la inferioridad numérica, fue el único en el equipo de Bauza que le imprimió vértigo al ataque.
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