Dom 04.07.2004

DEPORTES  › UNA MIRADA CRUDA DE LA REALIDAD DEL DEPORTE MAS POPULAR EN EL PAIS

Los siete pecados del fútbol argentino

› Por Gustavo Veiga

Siete son los pecados capitales y siete también tiene el fútbol argentino. En algún caso, los vicios que analizaron hombres de la Iglesia como Tomás de Aquino coinciden con el inventario tan ilustrativo de nuestro deporte masivo. Por ejemplo, en la soberbia. O la ira, que más que ira debería denominarse histeria por lo que se comprueba cada día a lo largo y a lo ancho de nuestras canchas. Hasta la avaricia y la envidia acaso lleguen a encontrarse en dosis más que colosales. Poco podría argumentarse, en cambio, a propósito de la gula, la lujuria y la pereza. A lo sumo, porque a cierto jugador se le noten los postres en la cintura, las ojeras de la noche previa a un clásico que se pasó por alto o aquel parlamento caído en desuso de “hay directores técnicos que no trabajan”. Siete pecados capitales causan zozobra en el fútbol doméstico y se reflejan en sucesivos bochornos que, por repetidos y recientes, se tornaron un decálogo de usos y costumbres.
La soberbia
La noche triste que Boca vivió en Manizales, ya despojado de su ilusión por retener la Copa, tuvo un ingrediente inesperado y que no estaba agendado en la final. Carlos Bianchi, con la dosis de soberbia de la que a menudo hace gala, intentó explicar lo inexplicable: “No sabíamos que había medallas por el segundo puesto...”. Y, enseguida, no resistió la tentación de referirse a un pasado exitoso que, en rigor, no maquillaba este presente demacrado. “Lo que pasa es que ganamos tantos títulos...”
La excusa resultó banal. Porque cuando Boca obtuvo la Libertadores (tres veces durante su ciclo) y la Intercontinental (en dos oportunidades), a sus rivales ocasionales les entregaron las preseas de plata antes que el equipo de Bianchi se colgara las de oro. Sin ir más lejos, el Milan, en la última final, las recibió en el campo de juego. No faltó ni siquiera el avergonzado Costacurta después de que la pelota hiciera “pif...” cuando pateó un penal. Entonces, la descortesía con el modesto Once Caldas resultó imposible de disimular. Su pecado había sido inocularle a Boca la medicina de los penales que, con idéntica eficacia, antes habían recibido Sao Caetano y River en esta misma Copa de parte del ahora subcampeón.
Soberbia o irrespetuosidad, da lo mismo, que el fútbol argentino exporta desde sus albores. Cualquier enciclopedia temática podría corroborarlo con ejemplos variopintos. Aunque claro, hay excepciones. La más difundida y sensible expresión de hidalguía entre todas ocurrió tras la final del Mundial de Italia ’90. Diego Maradona lloró ante millones de personas que lo observaban por TV cuando le colocaban la medalla por el segundo puesto. Ese ejemplo, el del más grande futbolista de todos los tiempos, debería ser un espejo para los actuales jugadores de Boca si es que, como afirman, lo admiran tanto.
La deshonra
El cierre del último torneo local que ganó River quedó salpicado de sospechas. Los partidos entre el campeón y Rafaela y Colón-Chacarita no fueron un compendio de virtudes futbolísticas y sí de extrañas acciones combinadas en defensa y ataque. El descendido equipo de San Martín, también degradado –según sus principales dirigentes– a la categoría de paria político de la AFA, se quejó por el supuesto “arreglo” orquestado en Núñez, pero también se impuso en Santa Fe, como visitante, por primera vez en el campeonato. Vaya curiosidad.
Desde hace tiempo asistimos a un mal que no tiene remedio: la falta de credibilidad de muchos, quizá porque son pocos los que puedan lanzar la primera piedra. La película es a menudo la misma, aunque los actores del reparto son otros. En el pasado presenciamos espectáculos a control remoto, casi como juegos de Play Station: River y Argentinos (en más de una oportunidad), Boca y San Martín de Tucumán o, más próximo en el tiempo, Banfield y Central, que evitaron la Promoción hace un año con un 0-0 digno de una confrontación de caballeros, aunque con los arcos como decorado.
El pecado de deshonra (“algo vergonzoso, afrentoso...” reza el diccionario) no es tampoco un producto de origen argentino como el dulce de leche. Desde recordar el oprobio recreado por Alemania y Austria en el Mundial ’82 para dejar eliminado en la primera ronda a Argelia hasta el clásico escandinavo de la Eurocopa que finaliza hoy. Un empate entre Dinamarca y Suecia a medida de los dos. En este caso el damnificado fue Italia. Julio Grondona, el presidente de la AFA, consultado por Página/12 sobre esta cuestión, respondió: “Es un tema de los que están adentro de la cancha y no de los que están afuera”. Telón rápido.
La grosería
Luis Barrionuevo, el presidente de Chacarita, un moderado en el ejercicio de las dotes conductivas, disparó contra Grondona: “Entrega hasta su madre”. Y dijo frases iguales o peores en una audición radial y partidaria. Más discreto resultó su adlátere, Armando Caprio-
tti, quien esbozó una interpretación política para explicar el descenso de su club: “Como Barrionuevo no apoya a Kirchner, había que perjudicarlo y lo lograron”, disparó en el summum de su alucinación.
No sorprenden los agravios del gastronómico como tampoco la pasividad de la AFA para sancionarlo. En otro deporte, sus insultos podrían haberle costado una inhabilitación de por vida. “Estoy acostumbrado a estas cosas. Actúo con indiferencia, porque se trata de un agravio personal”, afirma Grondona, como si los denuestos del sindicalista en retirada no afectaran su investidura de máximo dirigente del fútbol argentino. Por expresiones menos irrespetuosas, la AFA suspendió por dos años al ex presidente de Independiente, Andrés Ducatenzeiler. La vara mide distinto la grosería, depende de quien provenga.
La desidia
Los campeonatos de la temporada 2004-2005 acaban de aprobarse sin modificaciones, salvo algunas salvedades como los descensos en la B Nacional, que pasado mañana se modificarían para que pierdan la categoría los dos peores promedios entre los veinte equipos que participan y no uno del interior y otro de los clubes directamente afiliados a la AFA. “Todo pasa”, diría Grondona, quien continúa defendiendo a ultranza los promedios y las promociones.
A nadie se le cae una idea cuando, ya está comprobado, la desorganización que planteó la adecuación de nuestro calendario futbolístico al de Europa, permite que determinados equipos no sepan a esta altura en qué categoría jugarán la temporada que empieza el mes próximo o esperen a rivales que vienen en ritmo de competencia, con la ventaja que eso conlleva. Gobierna la desidia y ni siquiera se plantea un debate en estos temas estratégicos. En la AFA hay entre órganos de conducción, tribunales, secretarías, comisiones y representaciones internacionales y locales, unos 53 grupos de trabajo. Ninguno habla de Planificación.
La histeria
Boca y River, durante las semifinales que disputaron por la Copa Libertadores, elaboraron la síntesis más desarrollada de la histeria futbolera. Los arañazos de Marcelo Gallardo a Roberto Abbondanzieri fueron su expresión más difundida y novedosa, aunque hubo otros gestos y conductas igual de reprobables.
La prepotencia de Alfredo Cascini y Horacio Ameli; el festejo con aleteo incluido que Carlos Tevez les dedicó a los hinchas de River, cuando marcó su gol en el estadio Monumental; las bravuconadas de Hernán Díaz –quien por eso no tiene buen clima entre los dirigentes–; las presiones que recibió de Boca el juez de línea Gilberto Tadeo –a quien se le atribuyeron falsas simpatías por River– en vísperas de la segunda semifinal; todo ello convirtió en un juego de niños la “guerra” de afiches callejeros que inundaron Buenos Aires con cargadas recíprocas.
La codicia
Si se continua con el ejemplo de los “grandes”, la búsqueda de la supremacía los induce a contar las monedas en la casa de los pobres (léase, los otros clubes). Boca se vanagloria de sus logros internacionales, tan funcionales a un empresario como Mauricio Macri que utiliza al club para llevar agua al molino de su carrera política. Y River, que ya cansa de tanto contar cada título argentino que coloca en sus vitrinas, no puede frenar la sangría de jugadores jóvenes que le permite oxigenar sus déficit históricos. Entre los dos, han levantado el escenario de una poco saludable hegemonía, en un fútbol donde parece que los demás no cuentan. La codicia por obtener todo lo que juegan –sin medir que en el deporte se gana y se pierde– los ha llevado a tomar con cierto tremendismo sus esporádicos fracasos. Le pasó a River cuando Boca lo eliminó en la Copa y a Boca contra Once Caldas.
El existismo
Héctor Veira, cuando dirigía a Newell’s –el último equipo que condujo– dijo una frase que explica todo, o casi todo: “Yo creo que estamos en un momento de locura total. Pero a mí loco no me van a volver”. El técnico, un espontáneo generador de sentencias risueñas, describía un estado de ánimo colectivo en el que la búsqueda del éxito a cualquier precio ha dejado su huella.
Demasiada enajenación mezclada con odio da un cóctel explosivo en el que la violencia ya no es patrimonio exclusivo de los de afuera. Del hincha que se exaspera, de las barras bravas que negocian prebendas, de los dirigentes que buscan salvar el pellejo sin calibrar qué clubes dejan atrás, de los entrenadores que son el fusible y pierden enseguida la paciencia, de los periodistas que hablan de más.
A ese pandemónium los jugadores se suman ahora, sobre todo en cada definición de campeonato. Son los protagonistas de una trama donde el exitoso tiene ganado el cielo y el que pierde es un inútil. Ese es el mensaje que baja desde lo alto. Un paradigma lamentable del pobre fútbol de nuestros días.

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