DEPORTES
› OPINION
Medalleros
› Por Susana Viau
Los argentinos hemos empezado a tener también problemas con las medallas. La primera de las últimas exteriorizaciones fue la de Boca y sus penales fallidos contra el Once Caldas. Los muchachos y el hasta entonces correcto entrenador que había ganado todo se retiraron a los vestuarios sin recibir la medalla de segundos y sin presenciar la coronación de los rivales. Con plata cualquiera es vivo y en el éxito cualquiera es un caballero. La segunda ocurrió con la Selección.
Hizo punta Roberto Ayala, quien bajó de la tarima y se quitó el trofeo. Lo siguieron todos sus compañeros –excepto el Conejo Saviola y Pablo Cavallero–, el cuerpo técnico y el propio seleccionador que, antes de descender, ya se la había quitado y guardado en el bolsillo. El gesto revelaba la estúpida soberbia de no aceptar ser otra cosa que primeros. Los jugadores –algunos– argumentaron que les dolía “perder así”. ¿“Así” significaba en un pif paf? ¿Sin merecerlo? ¿Con penales? Si es intolerable “perder así”, sólo se puede jugar
1) cuando se está seguro de ganar;
2) cuando el resultado es una consecuencia exclusiva del mérito y puntúa, o
3) cuando los torneos no se dirimen por penales.
¿Con quién estaban enojados estos muchachos y su técnico? ¿Con la suerte? ¿Con el árbitro, impecable? ¿Con Brasil? ¿Con la injusticia de la vida y el fútbol que no saben darles lugar a los mejores? (Dicho sea de paso, la insistencia en el “merecimiento” llena un poquito viniendo de una actividad en la que todavía se elogia la avivada de “la mano de Dios”.)
Pero la responsabilidad mayor corresponde a Marcelo Bielsa y su actitud es más grave que la de Bianchi: éste era apenas el técnico de un equipo (póngasele la dimensión que se quiera), de uno de los tantos equipos de Primera que tiene este fútbol. Bielsa es el de la Selección. En calidad de tal, antes que –en el mejor de los casos– tratar de congraciarse con sus jugadores, debió haberles pedido (u ordenado, si hacía falta) que volvieran a colocarse la cinta y la llevaran hasta el túnel. Después, que hicieran con ella lo que quisieran. Esa hubiera sido la lección de un maestro.
Resulta más grave aún porque Bielsa, como seleccionador, conduce el team que asistirá a los Juegos Olímpicos. Está claro que el deporte es un barrial, que para ganar en los Juegos hay doping, se conceden nacionalidades para reforzar planteles y hasta se truchan equipos, haciendo pasar por discapacitados a una sarta de hábiles sinvergüenzas. Al mismo tiempo, se sigue con la tradición de la antorcha, de la flecha y de la llama, se alza un altar al “espíritu olímpico”, a los atributos de grandeza física y moral del atleta. La medalla de segundo en el bolsillo del seleccionador obliga a pensar qué “espíritu olímpico” animará a su gente; a imaginar qué desplante hará, después de esto, el equipo argentino de fútbol si debe subir al podio a recibir la plata o el bronce. Bendecido por su comandante, es probable que vuelva a guardar el trofeo en el bolsillo.
Hace un tiempo la publicidad institucional de un canal de televisión de espectáculos deportivos condenó ese mensaje escalofriante: un padre le enseñaba a su hijo que ser segundo no sirve, que nadie recuerda a los segundos, que lo único que vale es ser primero. Encerrado, atrapado en esa idea enfermante, el chico colocaba su estatuilla de segundo en la calle para que la rueda del ómnibus le pasara por encima. Era el efecto de la lógica del primero, de la lógica de la medalla en el bolsillo. Una lógica repugnante, una auténtica porquería. Ahora bien, el guapo que la practica, cuando fracasa, debe agarrar el tapado de piel y la maleta de cartón.