DEPORTES
› OPINION
Jugar a la pelota
› Por Diego Bonadeo
Tantas veces se ha dicho “desde acá” –“desde allá” no, porque se privilegian cuestiones estadísticas, cibernéticas, cientificistas... Bah... antes que las cosas que hacen a la esencia del juego– que para poder jugar al fútbol lo primero es saber jugar “a la pelota”. Y no es necesario teorizar demasiado respecto de lo que saber jugar a la pelota significa.
Si bien es cierto que el rugby es solamente un pariente lejano del fútbol, por lo que preguntarse quién es el Maradona del rugby o el Agustín Pichot del fútbol no es más que un ejercicio para desocupados con perdón para los muchos que lo son (desocupados), sí vale la referencia para entender que quienes juegan al rugby en Fiji, flamante campeón mundial de seven-a-side (siete por lado), quizá más que ninguna etnia en el mundo, saben de qué se trata esto de jugar a la pelota, ovalada, pero pelota al fin.
La cultura playera, parecida a la de los brasileños con los picados o con el voley, hace que los fijianos lleguen a destrezas –incluso con los pies, aunque sólo de vez en cuando– inigualables, ideales para jugar con pocos jugadores en canchas para muchos jugadores.
La final del seven enfrentó a lo más representativo de dos culturas rugbísticas casi antipódicas: la fijiana (“rugby-champagne”, más aún que lo que durante mucho tiempo tuvo el rugby francés) y la neocelandesa, con todos los atributos que a los All Blacks se les reconocieron durante casi un siglo: ir para adelante, fortaleza, horadar al rival en las formaciones móviles, más la dosis de creatividad que en general le aportó la sangre maorí de sus habituales integrantes.
Es muy bueno que Fiji haya ganado el seven –con un más que decoroso desempeño de Los Pumas, que cayeron en cuartos de final ante los más tarde campeones– para que se entienda que los que juegan para divertirse y divertir, y disfrutan jugando y hacen disfrutar, pueden ganarles a quienes fundamentalmente disfrutan ganando.