DEPORTES
Primero hay que saber sufrir
› Por Mario Wainfeld
En un país que siempre fue imán, cobijo y hogar de inmigrantes, es un timbre de honor que nada debería lograrse sin el condigno sufrimiento. En un país que conserva, enhiesto, la cultura del trabajo, es un tópico que nada debería lograrse sin sacrificio. Ganarle al fútbol al Brasil, vale decir tocar el techo del Parnaso, no es algo a lo que se acceda sin sufrir ni chivar.
Anoche, en algún momento, pareció que iba a suceder la excepción. El equipo argentino arrancó enchufado, inspirado y amaneció ganando. Terminó el primer tiempo tres a cero y habrá que buscar estadísticas (vamos Lujambio...) para topar medio partido tan letal para los verde amarillos. Daba la impresión de que se venía una fiesta inolvidable, sin cuernitos, sin mirar la hora, sin festejar un rechazo al out ball como si fuera un penal a favor.
Mas no.
Como debería ser, triunfó la tradición. A Brasil se le gana, con asiduidad superior a la que ameritan las respectivas calidades, pero siempre con el corazón en la boca, con las manos temblando, con un sudor frío recorriendo las espaldas. Los más memorables clásicos, los días felices, fueron días de pavor, rezos y uñas mordidas.
La gloriosa Copa de las Naciones en 1964 prohijó un tres a cero, pero en el medio (cuando estábamos 2-0) hubo un penal para Brasil que atajó Amadeo Carrizo. Los memoriosos que compartan la edad del cronista evocarán un factor sádico adicional: la emisión radial se interrumpió justo cuando Gerson tomaba carrera para el penal y se reanudó sin que el relator supiera del corte y, por ende, sin que contara qué había pasado.
En el Mundial 78 se logró un empate en cero, en un partido espantoso, donde brilló nuestro arquero Fillol y hubo que estar orando hasta que sonó el pitazo final.
El más cercano éxito del mundial del 90 fue un baile que duró 89 minutos, nos lo propinó Brasil. Nosotros tuvimos treinta segundos de gloria (dibujo de Maradona, golazo de Caniggia) y otros treinta para festejar. Los mejores de la celeste y blanca fueron los dos mencionados, por ese chispazo de genio, pero en especial los postes y el travesaño que rechazaron como leones.
Pues bien, conforme corresponde a la cultura nacional y popular, ayer se sufrió durante el segundo tiempo. Quizá de más, porque la selección perdió el compás y hasta el tino, porque Roberto Carlos embocó un misil tierra– red, porque el enemigo es temible... Y también, más vale, porque parte de la gracia o el karma del fútbol es padecer de modo gregario.
El sufrimiento es un hilo invisible que anuda a jugadores que valen (y ganan) millones de euros con gentes más de cabotaje. Otro lazo es el sacrificio, el hecho de poner pierna, de correr, de “meter todo”. Sufriendo, metiendo, jugando de a ratos bien, la selección derrotó a un rival imponente, al mejor del mundo de todos los tiempos. Al rey de reyes, salvo cuando baja a estas pampas.
En fútbol, como en tantas otras cosas de la vida, uno tiene la altura de los rivales que elige. Argentina elige para cotejarse a los ingleses, que patentaron el juego y a los brasileños quienes (si se mira bien) son los cabales inventores del fútbol.
En tiempos en que se apuesta fuerte a consolidar el Mercosur, suele decirse que sólo el fútbol nos separa. Quizá, bromeando un poco, podríamos decir que a su modo nos une. Siguiendo una tradición argentina, honramos a la familia, a la tradición inmigrante. Nosotros laburamos, sufrimos, nos sacrificamos. Y Brasil, el mejor del mundo, es nuestro hijo el Dotor.