DEPORTES
Impensado
› Por Pedro Lipcovich
El Impensado, frente al televisor, a los 35 o 40 minutos del segundo tiempo, se sobresaltó ante su impensado sentimiento.
El Impensado sabe poco de fútbol y siempre padeció cierto recelo ante las pasiones colectivas. No lo enorgullece, sin embargo, su dificultad para compartir la pasión del espectador y envidia un poco a quienes se embarcan con todo en los partidos, se dejan ir en el gol.
El Impensado es –como el lector de Macedonio Fernández– un espectador salteado. Es, más que nada, espectador de replays. El, de las grandes confrontaciones deportivas, aprecia su condición de drama real: la cara y los gestos del jugador en el gol del triunfo o en el error fatal; la inusual ocasión de presenciar momentos en los que la vida de unos hombres adquiere su máxima intensidad. Reality-show, podría decirse, pero sin la manipulación inmoral que caracteriza a los reality-shows.
Pero, a los 35 o 40 del segundo tiempo, un avance de Argentina y él, Impensado, advirtió en sí mismo que no quería que la selección lograra el empate. El apátrida. El monstruo. El inconfesable.
Terminado el partido, se pregunta por qué. Se entendería mejor a sí mismo si Argentina hubiera jugado, pongamos, contra Senegal. El lábil patriotismo del Impensado suele retroceder ante la simpatía por el débil o el ignorado. Pero, ¿Inglaterra? El Impensado, introspectivo, se pregunta entonces: si Argentina hubiera jugado mejor, si hubiera merecido ganar o empatar, si hubiera estado perdiendo por injusticia o mala suerte, ¿habría sentido lo mismo? Y se contesta que no. En ese caso, sí, hubiera deseado con ganas el gol argentino.
¿Con ganas? Falso deseo, si obedece a razones. La pasión no es ecuánime. Quizás, pero hay pasiones nobles y pasiones innobles, y esto vale para las individuales como para las colectivas. El Impensado supo de pasiones colectivas donde se gritaba “¡Nunca más!” y también, en el Mundial de 1978, supo de otras pasiones. Es cierto que festejar un empate inmerecido no se compara con hacerle el juego a una dictadura, pero hay un germen temible en eso de que “Ganamos y no me importa nada más”.
Entonces recuerda una escena del partido que lo conmovió: el abrazo de jugadores blancos y negros, después del gol inglés, hasta casi formar un solo cuerpo bicolor. El Impensado --periodista– sabe que esa imagen recorrerá el mundo. Y advierte que la humanidad, al inventar el deporte, inventó una nueva forma de encuentro entre los cuerpos, diferente del sexo y de la guerra. Y que ese encuentro es feliz.
Después, el Impensado se sienta a escribir y se pregunta qué nombre darse a sí mismo. Impensado. Impensadamente le ha venido el nombre. Y ahora recuerda, desde el blanco y negro de la tele de su infancia, el gesto siempre crítico de un periodista que se llamaba Dante Panzeri, siempre viendo las cosas al sesgo, desde otro lugar. Panzeri escribió un libro que se llama Fútbol: dinámica de lo impensado. Y el Impensado, restituido a la patria que supo habitar Panzeri, piensa que, en el fútbol, eso que sólo puede pensarse a posteriori no sólo concierne a las grandes jugadas de Maradona o de Owen, sino también a las reacciones del siempre impensado espectador.