DEPORTES
› URUGUAY
¡Por una cabeza!
› Por Eduardo Fabregat
225 minutos, segundo más, segundo menos. Ese es el tiempo que tardó en avanzar, en medio de la neblina surcoreana que taponó la cabeza de Víctor Púa, una idea que para cualquier conocedor del fútbol estaba clara desde el 1-2 con Dinamarca: El Loco Abreu no podía ser atacante titular de una selección uruguaya necesitada de algo más que una tapita de Seguí participando. Justo en la primera participación mundialista de la Celeste en 16 años, y con Diego Forlán y Richard Morales sentaditos en el banco, esperando que aquella idea se abriera paso de una buena vez en la generosa humanidad de Púa, que de generoso tiene poco más allá del físico, y de eso puede dar fe Morales: el Chengue, héroe de la clasificación en repechaje con sus dos goles a Australia en el Centenario, tuvo su primera oportunidad con escasos 45 minutos de vida en el Mundial y un 0-3 lapidario. Senegal había hecho todo bien, sobre todo para responder en velocidad –como en el gol de Pape Boube Diop, tras una electrizante corrida de Camara– a la subida típicamente parsimoniosa de los charrúas. Uruguay, todo mal. No quedaba nada por perder.
En vez de agarrarse a trompadas e ir preso (como le sucedió un par de veces en alguna trasnoche de boliche, provocando el cuestionamiento de la prensa de su país hasta aquella patriada del Centenario), Morales agarró la primera pelota a la salida del área y la mandó a guardar. Poco después, Forlán decidió condimentar su historia en Manchester United pegándole a la pelota como todos nos quedamos esperando que su compañero Verón le pegara contra Inglaterra. El empate llegó con un penal tan inventado como el de Senegal, y después los dos ingresados se comieron dos goles cantados que podrían haber sido un pasaporte a la gloria. Pero quién puede reprocharles algo a los verdaderos responsables de que la despedida de la Celeste haya sido mucho más digna de lo que se vislumbraba al final del primer tiempo.
Quizá lo que sucedió al filo del entretiempo es lo que despertó a Púa de su estupor abreísta, pero ni siquiera eso lo salva. Cuando El Hadji Diouf se pasó de listo con el jueguito, todo Uruguay se lo quiso comer crudo. Ni siquiera los delirantes fallos del holandés Jean Wegereef produjeron una reacción tan terminante de parte de los orientales. En el segundo tiempo de uno de los mejores partidos de esta Copa, Senegal descansó en la tranquilidad del resultado, Uruguay se acordó de la garra y los coreanos sufrieron una crisis de aliento que los hacía gritar “Uruguay, Uruguay”, agitando sus banderas senegalesas de ocasión. El enorme Chino Recoba, Pablo García, el veterano Paolo Montero sacando fuerzas de cualquier parte para soportar a esos africanos grandotes y corredores, Regueiro arando la franja izquierda, el dúo goleador de emergencia, se encargaron de que la pena fuera menos penosa. Al final, cuando el Chengue erró un gol que hubiera quedado en la historia, se pudo ver a Púa “cabeceando” en el banco, como una muestra de sabiduría, como si ahí estuviera la clave de lo que debería haber hecho Morales para abrazar la gloria. Tarde, demasiado tarde. Púa, demasiado púa. Y Abreu, demasiado cuerdo.