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El dolor de ya no ser
Hace un siglo, durante las campañas electorales que preludiaron el triunfo de la Alianza en 1999, el senador Antonio Cafiero pronunció una frase con consciente destino de posteridad. Dijo, con su mejor tono de cancherito de Martínez, que le resultaba difícil imaginar algo más triste para la Argentina que un domingo sin fútbol y con Fernando de la Rúa como presidente. La Argentina, un país generoso como pocos, acaba de descubrir que hay algo aún más triste que eso: un Mundial con el Seleccionado eliminado en la primera ronda, con Eduardo Duhalde de presidente. Para colmo en este invierno, que hiela la sangre de los millones de argentinos que se quedaron afuera de todo. Es imposible describir una tristeza mayor que la Argentina de hoy, en que nada salió como se soñaba y el futuro parece más negro que Pape Bouba Diob, el 7 de Senegal. La tristeza es difícil de asir con palabras. “Tengo miedo. La tarde es gris y la tristeza de cielo se abre como una boca de muerto”, escribió Pablo Neruda, que cuando estaba triste sentía que siempre estaba triste.
El autor del himno nacional, Enrique Santos Discépolo, era un experto en fracasos. Por eso pudo escribir tangos como “Uno”, que alude a un dolor personal, no a este aplazo que nos mandó a todos a marzo, cuando creíamos que aprobaríamos la materia con diez. La palabra uno, por sus diferentes acepciones, es difícil de traducir, pero en la Argentina no hace falta explicarla: uno es el número más bajo después del cero y uno es una variante elegante del yo, el modo que eligen para hablar de sí mismos aquellos que sienten vergüenza de la primera persona, pretendiendo parecer plurales. “Uno busca lleno de esperanzas el camino que los sueños prometieron a sus ansias”, escribió Discépolo. “Sabe que la lucha es cruel y es mucha, pero lucha y se desangra por la fe que lo empecina. Uno va arrastrándose entre espinas y en su afán de dar amor, lucha y se desangra hasta entender que uno se ha quedado sin corazón.” Por uno a cero vencimos a Nigeria. Uno a cero perdimos con Inglaterra. Uno a cero nos iba ganando Suecia, hasta que empatamos uno a uno. Uno es el punto que nos sacaron en la tabla final de posiciones Inglaterra y Suecia. Uno es el punto que sumó Nigeria. Uno se siente como si lo hubiesen pisoteado los hunos.
La fatalidad de este final humillante en el Mundial, que sepulta a una generación y media de jugadores, obliga a pensar que éramos mucho menos de lo que creíamos ser. Que en el fútbol, y en cualquier otra disciplina, nadie gana partidos antes de jugarlos. Que la sumatoria de las individualidades no garantiza un resultado colectivo equivalente. Que hay jugadores que aun en la derrota –Diego Maradona, Daniel Passarella, Mario Alberto Kempes– demostraron con la camiseta argentina qué es aquello del fuego sagrado, mientras otros integrarán por siempre el lote de los condenados a no poder quebrar la inercia de las cosas. (El fuego sagrado, revisar el mito de Prometeo, no es patrimonio de los ganadores sino más bien el premio de los que intentan aun en los días en que los dioses están cabreros). El presente obliga a pensar que están en gateras, esperando una nueva etapa, jugadores que miraron estos partidos con la ñata contra el vidrio y representan un recambio obligado. Entre ellos, Coloccini, D’Alessandro, Nanni, Cavenaghi, Ponzio, Domínguez, Milito (Gabriel, el de Independiente), Tévez, Montenegro, Battaglia, Cambiasso, Maxi Rodríguez, etcétera. ¿O acaso no fueron Aimar, Sorin y Samuel los que más ostensiblemente se salvaron del incendio de este Mundial?
El inglés Oscar Wilde escribió que cualquier boludo aprende rápido a ser un buen perdedor. Eso fue antes de ser condenado a la cárcel por su relación con el joven lord Douglas. Se equivocaba Wilde: cuesta horrores aceptar las derrotas y se aceptan con naturalidad los triunfos. Los mundiales marcan la vida de las personas, aun de las que fingen ignorarlos, sencillamente porque son un registro del paso inevitable del tiempo. Algún día reiremos, recordando el año capicúa, el Mundial en que nos dieron pista los suecos mientras el país se caía a pedazos. Pero para eso faltan siglos.