Jue 13.06.2002

DEPORTES  › OPINION

Es el opio y está muy bien

› Por Martín Granovsky

Debo confesar, en mi contra, que como ateo infantil tardé en entender la frase de Marx de que la religión es el opio de los pueblos. Mis amigos no parecían muy aburridos al tomar la comunión o festejar el bar mitzvá de los 13 años, y en la historia la religión podía haber sido muchas cosas -desde caritativa hasta sanguinaria– pero no sonaba como algo tedioso. Marx, por supuesto, lo sabía, y por eso había usado opio como sinónimo de ensoñación, de evasión de la realidad, de vuelo lejos, bien lejos del valle de lágrimas.
Y bien: el fútbol es el opio de los pueblos. A veces, en el sentido infantil. Siempre, como evasión. Aclaración necesaria: el fútbol es el opio de los pueblos, por lo menos de éste, y es bárbaro que sea así. ¿O acaso está mal evadirse de la realidad?
Antes los izquierdistas más bobos, más bobos que izquierdistas, pensaban que el fútbol detiene la marcha al socialismo. Las masas se embrutecen tanto que ni piensan. O piensan más en Batistuta que la forma de librarse del catenaccio de la burguesía. Los derechistas más primates decían (y hacían) algo parecido: demos circo, así la gente se divierte y no discute cómo sacar a los dueños del circo.
El socialismo parece bastante demorado, es cierto, aunque la gente insiste cada tanto en ampliar los márgenes de justicia, pero no da la sensación de que la demora sea culpa del fútbol. Ni Silvio Berlusconi en Italia, que viene a ser algo así como el señor fútbol mezclado con el señor tele, está logrando frenar la reacción sindical y de la izquierda contra su proyecto de convertir un país razonablemente humano en un sitio infumable del mundo.
Las cosas en la Argentina están tan mal que ni siquiera la atracción de una Copa del Mundo con la selección de candidata (disculpen, pero eso parecía) era capaz de engañar a nadie. Más aún: nadie tenía siquiera la ilusión de engañarse a sí mismo. El Mundial solo era la oportunidad de cambiar la realidad dunga dunga de todos los días por un chiquitito así de ilusión. Con la Copa iba a pasar lo mismo que en Brasil con los chicos de las favelas. Todos los días los garotinhos bajan a la playa para jugar unos picados bajo el sol. La realidad no cambia, pero ni ellos creen que cambia de manera tan simplota, ni cambiaría solo porque ellos dejaran de ilusionarse con que, por un momento, cada uno fue Roberto Carlos jugando la final.
El Mundial provocaba en la Argentina algo parecido. Era la idea fugaz de que todo el país se parecía más a Batistuta, a Crespo, a Verón, que a la realidad diaria de una nación donde la mitad es pobre y que, encima, en lugar de mostrar una sobreoferta de jugadores suele dar la sensación de que le faltan algunos.
Habrá unos días de discusión sobre el partido mediocre de Bati, el astigmatismo del Piojo López cuando ubica el arco tres metros más arriba, la obcecación de buena parte del equipo, después de los primeros 20 minutos, en tirar centros a la cabeza de la muralla vikinga, la increíble media marcha de Verón, la culpa de Bielsa o la mala suerte. Pero después, poco a poco, la calva rapada de la Brujita será reemplazada por la de Mario Blejer, Anoop Singh ocupará el lugar de Svensson, Anne Krueger el de Eriksson y costará encontrar un Aimar.
¿Esto quiere decir que, al final, el fútbol sí es el opio maligno y aborrecible de los pueblos? Para nada. Solo que ahora se terminó la pequeña diversión de un mes, que no era pausa para las quiebras ni para la malaria, y tampoco para el hambre. Y las cosas pueden acelerarse un poco, digamos dos semanas, mientras las noticias de un país detenido vuelven a ocupar el centro exclusivo de la atención. En ese sentido, y solo en ese sentido, sin fútbol habrá cierta aceleración de las cosas. Que alguien explique, por favor, la ventaja de acelerar este paraíso dos semanas.
Un viejo chiste latinoamericano dice que el gran negocio es comprar a un argentino por lo que realmente vale y venderlo por lo que cree que vale. Hoy, ni siquiera el chiste corre más en este país. La autoestima anda tandañada por estos parajes que, o no habría ganancia, o habría pérdida. Por eso no venía mal la Copa del Mundo, y es una lata haberse quedado afuera. No había ni el más remoto peligro de autoengaño colectivo. Solo se trataba de jugar un ratito en la playa.

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