DEPORTES › OPINION
› Por Sandra Russo
Una cosa es estar harto del Mundial y otra cosa muy distinta es comer vidrio cuando todos alrededor de uno saborean delicias. Algo inevitablemente irritante que sucede en los mundiales de fútbol cuando las cosas van bien, es el florecimiento de cierto tipo de argentinidad desfasada, exagerada, lindante con un nacionalismo ridículo que reaparece cada tanto en nuestra historia.
Durante muchos años, la figura excluyente de Maradona (sí, ya sé, qué grande Diego, no te mueras nunca, Dios, etc.) abonó la idea de que como país éramos, más que un paraíso, un páramo, pero también que éramos dueños del mejor. Esta vez parece que pasa otra cosa.
De Pekerman y su ideario no tengo la menor idea, pero está a la vista que algo de sus conceptos sobre el juego es lo que floreció en la cancha el viernes pasado, a no ser que a los once les haya agarrado un súbito ataque de potrero de luxe.
El espíritu solidario, el trabajo en equipo y el borramiento de las actitudes típicas de los cracks (que se la morfan, a la pelota) es lo que más destacó la prensa nacional y extranjera y es lo que, sin entender nada de fútbol, como en el caso de esta cronista, se vio contra Serbia y Montenegro. El fútbol no me interesa como deporte, pero el viernes eso que se veía no sólo me interesaba, y me interesaron después las reacciones que le siguieron al partido. Creo que la gente que ama el fútbol, ama, como posibilidad, lo que el viernes fue real: esa belleza de dominio y caballerosidad, esa pericia, esa perfección.
¿Eran argentinos? Sí, eran argentinos. Jugando en equipo y compitiendo. Y ganando. La palabra competencia nos ha sido bajada hace unas décadas desde el Norte, como una aptitud de supervivencia rellena con una ideología puntual. En el primer partido, mirándolo por Canal 13, escuché al doctor Bilardo afirmar: “Cuando uno está ganando, al rival hay que humillarlo”. Esa idea es hija de esa otra idea de la competencia como un duelo cuyas reglas no importa violar, llegado el caso. El gol con la mano de Maradona, cuya confesión le sumó unos puntos de rating a su programa del año pasado, ilustra con claridad cómo la idea de la competencia que llevamos incorporada no es respetuosa de ciertos códigos morales. Ganar bien vale una trampa, una agachada o el aplastamiento del que está al lado. Y esto ya no es fútbol. Es vida cotidiana, política, economía, es idiosincrasia.
¿Qué idiosincrasia nacional desplegaron los jugadores de la Selección el viernes pasado? ¿Existe entre nosotros el germen del trabajo en equipo no como fórmula voluntarista, ni como actitud del ganado que marcha rumbo al matadero, sino como una clave que permita victorias que de otro modo serían imposibles? Fue precisamente el juego el equipo, los pases interminables, la renuncia al protagónico y la aceptación del rol necesario de una parte en el todo lo que muchísima gente disfrutó. Los seis goles también, pero la fascinación estaba puesta en como fueron hechos no de cualquier manera sino de esa manera. ¿Y si fuéramos así?
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